lunes, 29 de febrero de 2016

La flecha en el sortilegio: “Hombres sin mujeres,” de Haruki Murakami


“El talento se parece al tirador que da en un blanco que los demás no pueden alcanzar; el genio se parece al tirador que da en un blanco que los demás no pueden ver.Arthur Schopenhauer

Hay tradiciones milenarias que -por más máscaras que sostengan- siempre terminan sorprendiéndonos cuando al fin descubrimos los rasgos de su rostro laberíntico, multiforme, y vertiginoso que generaciones y generaciones han ido enriqueciendo y transformado con el paso de los siglos. Los apresurados y acaso desinformados lectores de mi tierra pensarán (accediendo quizá a los sopores abotagados de sus escarmentadas rutinas) que el Japón, ese remotísimo y extraordinario archipiélago oriental de 6,852 islas fantásticas, es incapaz de albergar un prodigio más. De algún modo hemos aprendido a identificar a esa cultura con un extraño y teratológico maridaje que sin piedad comprime geishas, sintoísmo, kamikazes, maremotos, y una desesperada y peculiar afición por la innovación tecnológica. Quizá se piense, descabelladamente, que el Japón está exento de que se le añada otro ramalazo de rareza sin pudor: el de su literatura, pródiga en imágenes y alucinaciones. Es unánime y convencional nuestro desconcierto al tratar de entablar un diálogo parejo con los escritores de esos mares pacíficos y septentrionales. A nivel mundial tanto el neófito como el especialista concuerdan en un juicio inexacto y nebuloso con respecto a la cultura y literatura japonesa. Tanto la cultura como su literatura están entre las más fascinantes y menos conocidas del mundo.
Es curioso observar que aún en un mundo desprovisto de los antiguos embalajes que aislaban la experiencia humana (para ponerla únicamente a disposición de la plutocracia nacional) nuestra concepción del alma nipona prosigue maniatada al sushi, al manga, a las virtudes de la rígida obediencia, y a esa ordenada marcha hacia la total deshumanización del individuo como presa de la tecnologización en una sociedad con arraigos en la tradición y en lo porvenir. A ésta paupérrima lente, que proviene de las limitadas fuentes y referencias del privilegio criollo de nuestros países, en círculos más democráticos y avanzados, se le conoce como “el efecto quimono,” o “japonismo.”[1] En claro queda que el tono parroquial y chovinista de esas percepciones es verdaderamente anacrónico. Como ejemplo (y para desbaratar dichas limitaciones intelectuales) basta señalar que la isla de Honshū, de la cual Tokio es parte, es la mayor área metropolitana del mundo donde residen más de 30 millones de personas en un área geográfica de 225,800 kilómetros cuadrados. Dicho de otro modo y en nuestra vernácula audacia: la sola población de esa isla nipona supera la población total de El Salvador por casi 5 veces (4.96), si consideramos que en el año 2014 se estimaba que la población total de El Salvador rondaba los 6.383.752 habitantes, residentes todos en un área geográfica de 221,000 kilómetros cuadrados.  










Es desde esa exotizada y defenestrada comarca cultural del planeta (y de nuestra pobrísima  información sobre ella) que llega hasta nosotros la obra fresca, pulsante y enjundiosa de Haruki Murakami. Una obra fértil en los registros que da de su milenaria tradición, y concebida por un bicho raro entre los hommes de lettres de todas las regiones del mundo moderno por ser uno de los escritores best-seller que más desacierto y polémicas ha causado no sólo en su país de origen, sino en los centros de intelligentsia y en las editoriales del occidente también.
El fenómeno Murakami –como se le conoce en la industria editorial contemporánea- se inicia en el año 1979, con la escritura de su primera novela “Escucha al viento cantar.” Según la ficha mitoanecdótica[2] del libro, el elegido contaba en ese entonces con 29 años de edad, y según él antes de aquello “nunca había escrito nada. Era una persona ordinaria. Administraba un club de jazz y no había creado un bledo.”[3]
Como todos los eventos transcendentales en la autobiografía de cada escritor, el momento del desdoble profundo ocurre en la cotidianeidad, mientras veía un juego de béisbol en el Estadio Jíngu, en el barrio de Shínjuku, en Tokio. Cuenta que cuando salió a batear Dave Hilton, un avezado bateador estadounidense, éste marcó un doble jonrón y ese fue el preciso instante en que el kami de la escritura (un dios o un espíritu antiguo de la naturaleza) lo despedazó en dos haciéndolo regresar a casa transfigurado, marcándolo con la agónica idea de escribir su primera novela. El resto de la historia es harto conocida o de fácil acceso a través del internet. Ha creado un culto que aplasta las intenciones de cualquier maníaco de sopesar al objeto de su obsesión dado el alto volumen de entradas en referencia a Murakami y a sus trece novelas, sus seis colecciones de cuentos, sus ocho libros de ensayos y sus incontables artículos, traducciones, documentales, entrevistas, etc.   





  
En ésta nota nos daremos a discutir la más reciente traducción de una de sus colecciones de cuentos: “Hombres sin mujeres.” En mis manos tengo la versión de TusQuets editores, que pertenece a la respetable “colección andanzas,” publicada es tapas rústicas en México en marzo de 2015. No nos queda claro si su traductor, Gabriel Álvarez Martínez, ha vertido los relatos del japonés al castellano o si la traducción nos llega por vías del inglés. Sin reparar demasiado en el vehículo lingüístico por el cual llega hasta nosotros, podemos afirmar que los relatos y su traducción son de calidad, y la edición es elegante.
El manejo de las ambientaciones y los inicios del relato en cada entrega es verdaderamente afiligranado y lleno de posibilidades. Ninguno de los cuentos empieza con insinuaciones sobre lo que se aviene. Más bien la mayoría de los relatos comienzan con una verdadera puesta en escena, o con un meditado paneo que nos pone a la par del personaje de inmediato, sin saberse hacia donde se dirige el asunto. Es un estilo que establece un umbral, o mejor dicho, una serie de umbrales que resplandecen. Al pasar nosotros por ese juego de umbrales que crepitan se nos tuercen sistemáticamente los aros de la realidad a dos, a tres pasos del principio, y su autor logra zanjar en las expectativas del lector un contraste que magistralmente impregna un sello de plenitud y sustento en la experiencia del lector. Quienes se desviven por hallar hedonismo en la lectura no tienen que esforzarse mucho en esta galería de situaciones y personajes que en cada línea ponen de manifiesto la versátil, constante e ingeniosa vida interior de Murakami, muy a la manera de Kafka, uno de sus héroes y manías predilectas.  
Como el título de la colección lo indica, la presencia arrolladora y enigmática de féminas sui generis (y las exaltaciones o los estragos que causan ya sea estando al centro de la trama o en funciones periféricas) es lo que marca el ritmo del argumento en cada uno de estos cuentos. El único relato que falla de cabo a rabo en su cometido es el que se intitula “Samsa enamorado.” Cualquier narrador temerario que se enfrasque en la tarea de continuar los trazos vivientes del mejor Kafka debería repensar la estratagema y tensar mejor el recurso. Murakami no lleva a su feliz término la proyección temática puesta en marcha –prodigiosamente y desde el fondo de la desolación- por la superna pluma y destrezas de Kafka. Quizá inspirado por otros ejemplos, como el de Stevenson (The New Arabian Nights) o por “El fin” de Jorge Luis Borges, Murakami se animó a hacer el intento. Lamentablemente Samsa enamorado desafina y abre un vacío en la secuencia de los relatos de la colección, acomodándose en una esquina para ser nada más que un altar, un abigarrado homenaje al ícono. Al no profundizar en la raíz del personaje vemos que a medio camino el relato se desmorona, dejándonos en el paladar el sabor que nos dejaría un copo de nieve cuando lo que había era hambre y no sed.  
Lo que sí queda claramente establecido es que aun cuando falla, el hombre y el espíritu detrás de estos relatos están conscientes de lo que es saber crear mundos, o recrearlos en algunos casos para darles algún sentido. Existen en éste escritor prolífico un acervo, un dominio de temas occidentales y un diestro engarce con los de su propia tradición. El fino mestizaje que se logra y que surte de la pluma de Murakami es precisamente lo que muchos de sus detractores le achacan y le desprecian. Consecuentemente quienes lo estudian y lo veneran lo hacen enfocándose en ese doble linaje con que impregna a cada una de sus obras. Es importante señalar que en toda la obra de Murakami hay siempre un dejo, un amago, un sentimiento original que nos intriga. Posee además una sensibilidad netamente urbana. Brillan por su ausencia el esnobismo o la pedantería típica de los eruditos. La mirada intimista, el whiskey, el jazz, y el paisaje urbano de Tokio son los motivos recurrentes en estos relatos. Es evidente que el hombre dialoga con  obsesiones profundas y que por dentro lleva una enorme carga emocional que le permiten, al sentarse ante la página vacía, transfigurarse en lo suyo. En una nota que data de 2013, Gerardo Lima (colaborador de la revista digital Letrarte) acotaba:

Murakami (Kioto, 1949) ha sido vilipendiado por lectores, conocedores, legos, y demás fauna. Muchas veces, sin argumentos bien sustentados. El autor tampoco es la gran maravilla que revolucionará la literatura universal. Sin embargo, queda el cosquilleo de saber si ocupará un escalafón en la historia de la literatura japonesa. Atrás ha quedado Kawabata, Mishima, Dazai Osamu, y hasta Oé. Las letras niponas ya no exhiben las viejas y tardadas ceremonias del té, ni hay geishas pululando alrededor. Aunque, a la generación de Murakami, tampoco les hace falta. El sentimiento de desasosiego, de extrañeza, de extranjerismo, queda ahí, flotando. A pesar de que Banana Yoshimoto, Abe o Murakami mismo coloquen un vaso con whisky en la mano de un personaje en lugar de una vasija con sake, eso no hace a este menos japonés ni hace que la situación sea menos estética o trascendente (dado el caso).[4]
           
El párrafo anterior es parte de una reseña que Gerardo Lima le hiciera al largo ensayo escrito por Carlos Rubio, el crítico y académico español que dedicó un libro entero al descubrimiento, estudio y comprensión de las claves literarias y culturales escondidas en la narrativa de Murakami. De lo expuesto en esa obra de Rubio, Lima sustrae las aclaraciones para los siguientes conceptos:   

“Omote Nihon” y “ura Nihon” son las dos expresiones utilizadas para describir las dos grandes vertientes socioculturales que yacen en Japón. Para el lector de Murakami, la primera será fácilmente reconocible, ya que es el Japón de afuera, el que da su cara al exterior, del que todo mundo sabe. Celulares, tecnología de punta, animé, comida exquisita, grandes edificios, trenes abarrotados de gente, inclinaciones respetuosas, sake, sushi, etc. La otra, el “ura Nihon”, o Japón del interior, se refiere más a esa parte “escondida” para el simple turista, para el gaijin que no se atreve a pisar otras ciudades y, especialmente, los pequeños pueblos de Japón. No todo lo que brilla es oro, y no todo Japón son rascacielos y luces de neón.

De la colección entera, el relato que mejor resume ese esquivo concepto de ura Nihon llega a nosotros en la página 175 del volumen. Es el cuento intitulado “Kino.” Es la quintaesencia del universo murakamiano porque ese es el relato donde convergen y se hibridan hasta las encillas todas las criaturas que son la ménagerie[5] que tanto caracteriza a esa atrevida aventura literaria del sujeto Murakami. Por ejemplo, el lector concentrado observará que hay al menos cinco presencias femeninas en el cuento. Y sin atragantar el hilo del relato, funcionan a las mil maravillas. A ver si resumimos.
Kino (el álter ego de Murakami) es un hombre común y corriente “serio y parco en palabras.” El principio del cuento nos muestra a un hombre que se maneja a tumbos, desubicado por la vida, sin propósitos y quizá hasta desmerecido. El magistral paneo de Murakami nos pone junto a él justo cuando está tratando de re-edificarse al centro de su ser después de una trágica experiencia amorosa. El pasado inmediato antes del bar donde ahora nos lo encontramos queda definido en unos simples trazos. Trabajaba en una empresa donde se confeccionaban y vendían zapatillas deportivas exclusivas y personalizadas, en un mar de empresas donde todo era impersonal y salado. Viajaba mucho en función de su trabajo y esto le gustaba. Estaba casado con una mujer hermosa a la que dejaba sola demasiado tiempo. Un día regresa antes de lo previsto a casa y encuentra a su bella esposa desnuda, gozosa, rezumando sexo y sensualidad mientras en cuclillas arroja todo su frenesí sobre el falo traicionero de uno de sus compañeros de trabajo en “la empresa mediana con sede en Okayama que no vendía tanto como Mizuno o Asics.”
Ante la fatal y bochornosa escena Kino sólo siente vergüenza ajena, se tapa los ojos, y sale corriendo de la habitación llevándose consigo sólo las prendas que lleva puestas y su maletín de viaje. Nunca más vuelve a casa, se divorcia de su mujer, venden los bienes mancomunados, y con su parte termina dueño de un bar donde van a recalar “su humilde colección de discos... un tocadiscos de marca Thorens y un amplificador Luxman.” Hay una tía –una de esas tías intrigantes y hermosas de las que Mamá siempre ha sospechado- hay una gata gris de espeso pelaje, hay un sauce centenario, una atmósfera de café transformado en bar, whiskey, jazz, polvos imaginados y reales, otra mujer que entra y sale de escena (“no te mezcles con esa chica… si lo que necesitas es acostarte con alguien, acude a una profesional. Sólo has de pagar.”) Por supuesto se intuye que habrá un final apoteósico saturado de situaciones, sensaciones y criaturas con talantes y ecos mitológicos.

“Con los ojos fuertemente cerrados, Kino sintió el calor de su piel… Era algo que había olvidado hacía mucho tiempo. Algo de lo que había estado separado largo tiempo…”
  
Una de las artes marciales más antiguamente practicadas y menos conocidas del Japón es el denominado “Zen de pie,” o Kyūdō, que consiste en lanzar flechas al blanco con un enorme arco de madera o bambú rústico (el yumi) a una distancia de 28 metros que median entre el arquero y su objetivo. El tema central de dicho arte marcial es cultivar el desarrollo moral y espiritual de sus practicantes a través de la concentración de cada fibra del ser en la tarea. Cargar el impulso de cada lanzamiento con buenas intenciones, intenciones que se canalizan a través de la energía impoluta que transita por nuestro cuerpo, es elemental. Despejar la mente para contemplar conceptos como los de “flecha viva,” y “flecha muerta,” es por supuesto, fundamental. A la hora de enfocarse en la ceremonia de preparar el arco y de lanzar las flechas el sensei, o maestro, sabe identificar si el arquero ha empuñado y lanzado cada una de sus flechas con o sin inocencia, con o sin perversidad, con o sin energía poluta. Hay un registro de energía que dimana y se desprende del arquero y que da fe del espíritu con el que la flecha ha arribado a su destino. Basándose en ese registro de energía que queda suspendido en el aire después del disparo, el maestro decide si seguirá instruyendo al pupilo –o no- para que siga avanzando en los niveles de perfeccionamiento en la ejecución de su arte.
Aprovechando esa analogía cultural diré que para mí, yo tengo que de las siete flechas que Haruki Murakami nos lanza en esta entrega de “Hombres sin mujeres” seis son, sin lugar a duda, flechas vivas, magistralmente acertadas. Sólo Samsa enamorado se quiebra y se disfuma irreparablemente… antes de que el arquero acomode y afiance bien esa flecha en el arco de sus mitos y sus sueños.   


 © Ario E. Salazar, enero-febrero de 2016.   














[1] Escribe Carlos Rubio en la introducción de su libro “El Japón de Murakami” (Aguilar editores, España, 2012): “No cabe la menor duda de que la internalización de nuestra sociedad [española, entiéndase] y, en concreto, la familiaridad de las nuevas generaciones con productos japoneses como las historias gráficas del manga, del anime, o de los videojuegos han contribuido felizmente a la superación del efecto quimono, el cual, hace sólo cincuenta años, representaba una barrera para el aprecio de un autor japonés fuera de su país.”
[2] Neologismo. Híbrido entre “mito” y “anecdótico,” es decir, aquellos recuentos de esos instantes míticos y mágicos en el nacimiento de cada escritor, suscitados en un entrecruce especial y onírico que parte aguas existencialmente hablando. Siempre referencian hechos reales que luego, en la idealización de la memoria, son retocados y transformados en experiencias místicas y trascendentales en pos de enriquecer la autobiografía del escritor y la génesis de la primera sentencia en la primera obra creada… es el dato, la transmutación en la toma de conciencia situado en un entrecruce específico en las vías del tiempo de la vida de un creador. N. del A.
[3] Entrevista con John Wesley Harding. Invierno de 1994. Revista BOMB.
[4] Gerardo Lima. Reseñas: “El Japón de Murakami,” de Carlos Rubio. Letrarte, 18 de noviembre de 2013. http://letrarte.gob.mx/2013/11/el-japon-de-murakami-de-carlos-rubio/

[5] Galicismo. “Una colección de bestias o animales extranjeros, fantásticos o silvestres reunidos por alguien en un sólo sitio con la única intención de ser exhibidos.”