“El
talento se parece al tirador que da en un blanco que los demás no pueden
alcanzar; el genio se parece al tirador que da en un blanco que los demás no
pueden ver.” Arthur Schopenhauer
Hay tradiciones milenarias que -por más máscaras que
sostengan- siempre terminan sorprendiéndonos cuando al fin descubrimos los
rasgos de su rostro laberíntico, multiforme, y vertiginoso que generaciones y
generaciones han ido enriqueciendo y transformado con el paso de los siglos. Los
apresurados y acaso desinformados lectores de mi tierra pensarán (accediendo quizá a los sopores abotagados de sus escarmentadas rutinas)
que el Japón, ese remotísimo y extraordinario archipiélago oriental de 6,852 islas
fantásticas, es incapaz de albergar un prodigio más. De algún modo hemos
aprendido a identificar a esa cultura con un extraño y teratológico maridaje que
sin piedad comprime geishas, sintoísmo,
kamikazes, maremotos, y una desesperada
y peculiar afición por la innovación tecnológica. Quizá se piense,
descabelladamente, que el Japón está exento de que se le añada otro ramalazo de rareza sin pudor: el de su
literatura, pródiga en imágenes y alucinaciones. Es unánime y convencional nuestro
desconcierto al tratar de entablar un diálogo parejo con los escritores de esos
mares pacíficos y septentrionales. A nivel mundial tanto el neófito como el
especialista concuerdan en un juicio inexacto y nebuloso con respecto a la
cultura y literatura japonesa. Tanto la cultura como su literatura están entre las
más fascinantes y menos conocidas del mundo.
Es curioso observar que aún en un mundo desprovisto de
los antiguos embalajes que aislaban la experiencia humana (para ponerla
únicamente a disposición de la plutocracia nacional) nuestra concepción del
alma nipona prosigue maniatada al sushi, al
manga, a las virtudes de la rígida
obediencia, y a esa ordenada marcha hacia la total deshumanización del
individuo como presa de la tecnologización
en una sociedad con arraigos en la tradición y en lo porvenir. A ésta paupérrima
lente, que proviene de las limitadas fuentes y referencias del privilegio
criollo de nuestros países, en círculos más democráticos y avanzados, se le conoce como “el efecto quimono,” o “japonismo.”[1]
En claro queda que el tono parroquial y chovinista de esas percepciones es
verdaderamente anacrónico. Como ejemplo (y para desbaratar dichas limitaciones
intelectuales) basta señalar que la isla de Honshū, de la cual Tokio es parte, es
la mayor área metropolitana del mundo donde residen más de 30 millones de
personas en un área geográfica de 225,800 kilómetros cuadrados. Dicho de otro
modo y en nuestra vernácula audacia: la sola
población de esa isla nipona supera la población total de El Salvador por casi
5 veces (4.96), si consideramos que en el año 2014 se estimaba que la población total de El Salvador
rondaba los 6.383.752 habitantes, residentes todos en un área geográfica de
221,000 kilómetros cuadrados.
Es desde esa exotizada y defenestrada comarca cultural del
planeta (y de nuestra pobrísima
información sobre ella) que llega hasta
nosotros la obra fresca, pulsante y enjundiosa de Haruki Murakami. Una obra
fértil en los registros que da de su milenaria tradición, y concebida por un bicho
raro entre los hommes de lettres de
todas las regiones del mundo moderno por ser uno de los escritores best-seller que más desacierto y
polémicas ha causado no sólo en su país de origen, sino en los centros de intelligentsia y en las editoriales del occidente
también.
El fenómeno Murakami –como se le conoce en la industria
editorial contemporánea- se inicia en el
año 1979, con la escritura de su primera novela “Escucha al viento cantar.” Según la ficha mitoanecdótica[2] del libro, el elegido contaba
en ese entonces con 29 años de edad, y según él antes de aquello “nunca había escrito nada. Era una persona
ordinaria. Administraba un club de jazz y no había creado un bledo.”[3]
Como todos los eventos transcendentales en la
autobiografía de cada escritor, el momento del desdoble profundo ocurre en la
cotidianeidad, mientras veía un juego de béisbol en el Estadio Jíngu, en el
barrio de Shínjuku, en Tokio. Cuenta que cuando salió a batear Dave Hilton, un avezado
bateador estadounidense, éste marcó un doble jonrón y ese fue el preciso instante
en que el kami de la escritura (un dios
o un espíritu antiguo de la naturaleza) lo despedazó en dos haciéndolo regresar a casa transfigurado, marcándolo con la agónica
idea de escribir su primera novela. El resto de la historia es harto conocida o
de fácil acceso a través
del internet. Ha creado un culto que aplasta las intenciones de cualquier maníaco de sopesar al objeto de su obsesión dado el alto volumen de entradas en referencia a
Murakami y a sus trece novelas, sus seis colecciones de cuentos, sus ocho
libros de ensayos y sus incontables artículos,
traducciones, documentales, entrevistas, etc.
En ésta
nota nos daremos a discutir la más reciente
traducción de una de sus colecciones de cuentos: “Hombres sin mujeres.” En mis manos
tengo la versión de TusQuets editores, que pertenece a la respetable “colección
andanzas,” publicada es tapas rústicas en México
en marzo de 2015. No nos queda claro si su traductor, Gabriel Álvarez Martínez, ha vertido los relatos del japonés al castellano o si la traducción nos llega por vías
del inglés. Sin reparar demasiado en el vehículo lingüístico por
el cual llega hasta nosotros, podemos afirmar que los relatos y su traducción son
de calidad, y la edición es elegante.
El manejo de las ambientaciones y los inicios del relato
en cada entrega es verdaderamente afiligranado y lleno de posibilidades. Ninguno
de los cuentos empieza con insinuaciones sobre lo que se aviene. Más bien la
mayoría de los relatos comienzan con una verdadera puesta en escena, o con un
meditado paneo que nos pone a la par del personaje de inmediato, sin saberse
hacia donde se dirige el asunto. Es un estilo que establece un umbral, o mejor
dicho, una serie de umbrales que resplandecen. Al pasar nosotros por ese juego
de umbrales que crepitan se nos tuercen sistemáticamente los aros de la realidad a dos, a tres pasos del
principio, y su autor logra zanjar en las expectativas del lector un contraste
que magistralmente impregna un sello de plenitud y sustento en la experiencia
del lector. Quienes se desviven por hallar hedonismo en la lectura no tienen
que esforzarse mucho en esta galería de situaciones y personajes que en cada línea
ponen de manifiesto la versátil, constante e ingeniosa vida interior de Murakami, muy
a la manera de Kafka, uno de sus héroes y manías predilectas.
Como el título
de la colección lo indica, la presencia arrolladora y enigmática de féminas
sui generis (y las exaltaciones o los estragos que causan ya sea estando al
centro de la trama o en funciones periféricas)
es lo que marca el ritmo del argumento en cada uno de estos cuentos. El único relato que falla de cabo a rabo en su cometido es el
que se intitula “Samsa enamorado.” Cualquier
narrador temerario que se enfrasque en la tarea de continuar los trazos
vivientes del mejor Kafka debería
repensar la estratagema y tensar mejor el recurso. Murakami no lleva a su feliz
término la proyección
temática puesta en marcha –prodigiosamente y desde el fondo
de la desolación- por la superna pluma y destrezas de Kafka. Quizá inspirado por otros ejemplos, como el de Stevenson (The New Arabian Nights) o por “El fin” de Jorge Luis Borges, Murakami
se animó a hacer el intento. Lamentablemente Samsa enamorado desafina y abre un vacío en la secuencia de los relatos de la colección,
acomodándose en una esquina para ser nada más que un altar, un abigarrado homenaje
al ícono. Al no profundizar en la raíz del personaje vemos que a medio camino el relato se
desmorona, dejándonos en el paladar el sabor que nos dejaría un copo de nieve
cuando lo que había era hambre y no sed.
Lo que sí queda claramente establecido es que aun cuando
falla, el hombre y el espíritu detrás
de estos relatos están
conscientes de lo que es saber crear mundos, o recrearlos en algunos casos para
darles algún sentido.
Existen en éste escritor prolífico un acervo, un dominio de temas occidentales
y un diestro engarce con los de su propia tradición. El fino mestizaje que se logra y que surte de la pluma
de Murakami es precisamente lo que muchos de sus detractores le achacan y le
desprecian. Consecuentemente quienes lo estudian y lo veneran lo hacen
enfocándose en ese doble linaje con que impregna a cada una de sus obras. Es
importante señalar que en toda la obra de Murakami hay siempre un dejo, un
amago, un sentimiento original que nos intriga. Posee además una sensibilidad
netamente urbana. Brillan por su ausencia el esnobismo o la pedantería típica
de los eruditos. La mirada intimista, el whiskey, el jazz, y el paisaje urbano
de Tokio son los motivos recurrentes en estos relatos. Es evidente que el hombre
dialoga con obsesiones profundas y que
por dentro lleva una enorme carga emocional que le permiten, al sentarse ante
la página vacía, transfigurarse en lo suyo. En una nota que data de 2013,
Gerardo Lima (colaborador de la revista digital Letrarte) acotaba:
Murakami
(Kioto, 1949) ha sido vilipendiado por lectores, conocedores, legos, y demás
fauna. Muchas veces, sin argumentos bien sustentados. El autor tampoco es la
gran maravilla que revolucionará la literatura universal. Sin embargo, queda el
cosquilleo de saber si ocupará un escalafón en la historia de la literatura
japonesa. Atrás ha quedado Kawabata, Mishima, Dazai Osamu, y hasta Oé. Las
letras niponas ya no exhiben las viejas y tardadas ceremonias del té, ni hay
geishas pululando alrededor. Aunque, a la generación de Murakami, tampoco les
hace falta. El sentimiento de desasosiego, de extrañeza, de extranjerismo,
queda ahí, flotando. A pesar de que Banana Yoshimoto, Abe o Murakami mismo
coloquen un vaso con whisky en la mano de un personaje en lugar de una vasija
con sake, eso no hace a este menos japonés ni hace que la situación sea menos
estética o trascendente (dado el caso).[4]
El párrafo anterior es parte de una reseña que Gerardo
Lima le hiciera al largo ensayo escrito por Carlos Rubio, el crítico y
académico español que dedicó un libro entero al descubrimiento, estudio y
comprensión de las claves literarias y culturales escondidas en la narrativa de
Murakami. De lo expuesto en esa obra de Rubio, Lima sustrae las aclaraciones
para los siguientes conceptos:
“Omote Nihon” y “ura
Nihon” son las dos expresiones utilizadas
para describir las dos grandes vertientes socioculturales que yacen en Japón.
Para el lector de Murakami, la primera será fácilmente reconocible, ya que es
el Japón de afuera, el que da su cara al exterior, del que todo mundo sabe.
Celulares, tecnología de punta, animé, comida exquisita, grandes edificios,
trenes abarrotados de gente, inclinaciones respetuosas, sake, sushi, etc. La
otra, el “ura Nihon”, o Japón del
interior, se refiere más a esa parte “escondida” para el simple turista, para
el gaijin que no se atreve a pisar otras ciudades y, especialmente, los pequeños
pueblos de Japón. No todo lo que brilla es oro, y no todo Japón son
rascacielos y luces de neón.
De la colección entera, el relato que mejor resume ese esquivo concepto
de ura Nihon llega a nosotros en la página
175 del volumen. Es el cuento intitulado “Kino.”
Es la quintaesencia del universo murakamiano porque ese es el relato donde convergen
y se hibridan hasta las encillas todas las criaturas que son la ménagerie[5]
que tanto caracteriza a esa atrevida
aventura literaria del sujeto Murakami. Por ejemplo, el lector concentrado
observará
que hay al menos cinco presencias femeninas en el cuento. Y sin atragantar el
hilo del relato, funcionan a las mil maravillas. A ver si resumimos.
Kino (el álter ego de Murakami) es un hombre común y
corriente “serio y parco en palabras.”
El principio del cuento nos muestra a un hombre que se maneja a tumbos, desubicado
por la vida, sin propósitos y quizá hasta desmerecido. El magistral paneo de
Murakami nos pone junto a él justo cuando está tratando de re-edificarse al centro de
su ser después
de una trágica
experiencia amorosa. El pasado inmediato antes del bar donde ahora nos lo
encontramos queda definido en unos simples trazos. Trabajaba en una empresa
donde se confeccionaban y vendían zapatillas deportivas exclusivas y personalizadas, en un
mar de empresas donde todo era impersonal y salado. Viajaba mucho en función
de su trabajo y esto le gustaba. Estaba casado con una mujer hermosa a la que
dejaba sola demasiado tiempo. Un día regresa antes de lo previsto a casa y encuentra a su
bella esposa desnuda, gozosa, rezumando sexo y sensualidad mientras en
cuclillas arroja todo su frenesí sobre el falo traicionero de uno de sus compañeros
de trabajo en “la empresa mediana con
sede en Okayama que no vendía tanto como Mizuno o Asics.”
Ante la fatal y bochornosa escena Kino sólo siente
vergüenza ajena, se tapa los ojos, y sale corriendo de la habitación llevándose
consigo sólo
las prendas que lleva puestas y su maletín de viaje. Nunca más vuelve a casa, se
divorcia de su mujer, venden los bienes mancomunados, y con su parte termina
dueño
de un bar donde van a recalar “su humilde
colección de discos... un tocadiscos de marca Thorens y un
amplificador Luxman.” Hay una tía –una de esas tías intrigantes y hermosas de las que Mamá
siempre ha sospechado- hay una gata gris de espeso pelaje, hay un sauce
centenario, una atmósfera de café transformado en bar, whiskey, jazz, polvos imaginados y
reales, otra mujer que entra y sale de escena (“no te mezcles con esa chica… si lo que necesitas es acostarte con
alguien, acude a una profesional. Sólo has de pagar.”) Por supuesto se intuye que habrá un final apoteósico
saturado de situaciones, sensaciones y criaturas con talantes y ecos mitológicos.
“Con los
ojos fuertemente cerrados, Kino sintió el calor de su piel… Era algo que había olvidado
hacía mucho tiempo. Algo de lo que había estado
separado largo tiempo…”
Una de las artes marciales más antiguamente practicadas y
menos conocidas del Japón es el denominado “Zen
de pie,” o Kyūdō, que consiste en lanzar flechas al blanco con un enorme
arco de madera o bambú rústico (el yumi) a una distancia
de 28 metros que median entre el arquero y su objetivo. El tema central de
dicho arte marcial es cultivar el desarrollo moral y espiritual de sus
practicantes a través de la concentración de cada fibra del ser en la tarea.
Cargar el impulso de cada lanzamiento con buenas intenciones, intenciones que
se canalizan a través de la energía impoluta que transita por nuestro cuerpo,
es elemental. Despejar la mente para contemplar conceptos como los de “flecha viva,” y “flecha muerta,” es por supuesto, fundamental. A la hora de
enfocarse en la ceremonia de preparar el arco y de lanzar las flechas el sensei, o maestro, sabe identificar si
el arquero ha empuñado y lanzado cada una de sus flechas con o sin inocencia,
con o sin perversidad, con o sin energía poluta. Hay un registro de energía que
dimana y se desprende del arquero y que da fe del espíritu con el que la flecha
ha arribado a su destino. Basándose en ese registro de energía que queda
suspendido en el aire después del disparo, el maestro decide si seguirá instruyendo
al pupilo –o no- para que siga avanzando en los niveles de perfeccionamiento en
la ejecución de su arte.
Aprovechando esa analogía cultural diré
que para mí, yo tengo que de las siete flechas que Haruki Murakami nos lanza en
esta entrega de “Hombres sin mujeres” seis
son, sin lugar a duda, flechas vivas, magistralmente acertadas. Sólo Samsa enamorado se quiebra y se disfuma irreparablemente…
antes de que el arquero acomode y afiance bien esa flecha en el arco de sus
mitos y sus sueños.
[1] Escribe Carlos Rubio en la introducción de su libro “El
Japón de Murakami” (Aguilar editores, España, 2012): “No cabe la menor duda de que la internalización de nuestra sociedad [española,
entiéndase] y, en concreto, la
familiaridad de las nuevas generaciones con productos japoneses como las
historias gráficas del manga, del anime, o de los videojuegos han contribuido
felizmente a la superación del efecto quimono, el cual, hace sólo cincuenta
años, representaba una barrera para el aprecio de un autor japonés fuera de su
país.”
[2] Neologismo. Híbrido entre “mito” y “anecdótico,”
es decir, aquellos recuentos de esos instantes míticos y mágicos en el
nacimiento de cada escritor, suscitados en un entrecruce especial y onírico que
parte aguas existencialmente hablando. Siempre referencian hechos reales que
luego, en la idealización de la memoria, son retocados y transformados en
experiencias místicas y trascendentales en pos de enriquecer la autobiografía del
escritor y la génesis de la primera sentencia en la primera obra creada… es el dato,
la transmutación en la toma de conciencia situado en un entrecruce específico en
las vías del tiempo de la vida de un creador. N. del A.
[4] Gerardo Lima. Reseñas: “El Japón de Murakami,” de Carlos Rubio. Letrarte, 18 de noviembre
de 2013. http://letrarte.gob.mx/2013/11/el-japon-de-murakami-de-carlos-rubio/
[5] Galicismo. “Una
colección de bestias o animales extranjeros,
fantásticos o silvestres reunidos
por alguien en un sólo sitio con la única intención de ser exhibidos.”
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