“Sucede a veces
que
la llamada luz, no es más que la materia
de
nuestras tinieblas.” Alfonso Kijadurías
Mi padre una vez me dijo, mirando conmigo a las estrellas del cielo diáfano salvadoreño en octubre, que el dinero y el poder son a la sociedad en pleno lo que el alcohol es al individuo: desinhiben cuerpo y alma, y revelan y agigantan la verdadera esencia de las personas, inclusive aquello que llevaban oculto creyéndolo enterrado en los más insospechados escondrijos de la inconciencia. Por regla general, prosiguió, lo que queda develado después de una descomunal borrachera de poder o ensimismamiento etílico es un ente herido, defenestrado, catastrófico y rociado por una mezcla de egoalturísmo y asco. Ya en mi adultez yo llamo a eso la goma moral de los gigantes borrachos de sí mismos, tal como nos lo apunta en los tamices de su alma el poeta hondureño Juan Ramón Saravia, cuando dice:
“Y aconteció que el gigante se creyó invencible
y dijo en su corazón
que su destino manifiesto era humillar y sojuzgar a los débiles
hasta que un día
Un pastor de cabras
Civil enclenque
Casi anónimo
Le aplastó la creencia y la frente
con una piedra
tan rústica
como hay millones.”[i]
Tal ha sido el espectáculo político al que hemos
asistido una y otra y otra vez en éstos últimos tiempos en que la democracia de
cualquier latitud, de tan trastornada y enferma que ha andado, se convulsiona y
vomita toda la bazofia social y espiritual acumulada en su aparatoso descenso
hacia las fosas más profundas y nefastas del capitalismo. Lo que ha entrado a
una fase casi terminal en nuestros días son las debeladas instituciones de las
sociedades democráticas-capitalistas, caracterizadas por ser injustas e insostenibles,
gigantes ubicuos e inmisericordes. En el caso de sociedades atrasadas, la
polaroid que emerge es la de pigmeas, corruptas y débiles instituciones de un modelo
político y económico todavía más insano: el demócrata-consumista, aquel que
hunde a sus ciudadanos en la ignorancia, en la más aberrante miseria material y
cultural con el agravante de no producir nada, sino los parásitos y las
enfermedades que le matarán, sin esperanza.
De ese cuadro epidemiológico soñábamos salir nosotros después de haber sufrido la conquista, la colonia, la patria del criollo, las dictaduras, el terrorismo de estado, los trastornos de la personalidad paranoide estadounidense en su política exterior, la guerra civil, la venta de todos los activos del estado a cambio del cese al fuego al final de la guerra, la dolarización y, por último, el desenfreno de una violencia más brutal y prevalente que la de la guerra ‘en plenos tiempos de paz.’ A falta de amor al terruño los vende-patrias no han hecho mucho, más allá de reproducir hasta las heces la miseria, y se ha llevado a la región centroamericana a la explosión social con altos índices de desempleo, con un bajísimo crecimiento de la economía real y del PIB por décadas, con corrupción e impunidad endémicas, alta criminalidad, violencia, y la virtual extinción de todo valor o principio que atesore los más altos ideales humanistas y solidarios, de comunidad, aunado todo a un colapso de los derechos y garantías individuales por lo que magnicidios, fratricidios, mares de sangre popular y mares de tinta idealista han sido vaciados sobre los vertederos de un poder que no sabe vivir de otra manera sino extralimitándose, incesantemente, para no perder ni un sólo centímetro de su dominio.
Lo nuestro ha sido un subibaja entre oligarquía y plutocracia; el gobierno de las minorías opulentas perpetuamente aporofobas, es decir, con fobia al pobre y al trabajador que mal vive de míseros salarios.
El fenómeno no es exclusivamente regional. Por doquier vemos que la “vivianada” y la bravuconería política de todas las élites del mundo han ido corroyendo incluso sistemas o modelos que se sentían inmunes ante esos males comunes y supertípicos de cualquier república bananera, y se ha socavado, ante la mirada atónita de los grandes defensores de las avanzadas democracias capitalistas, los fundamentos de su inquebrantable optimismo en la constante búsqueda por perfeccionar su modelo. En los EEUU, por ejemplo, (hasta hace poco parangón indiscutible de todas las variaciones de la derecha capitalista) lo que ha quedado -después del juicio político y parcial del presidente más abiertamente racista y desacatado de esa democracia- no es sino el vago recuerdo de lo que era confiar en la distribución del poder representativo, con sus balanzas y contrapesos hoy en el cesto de la basura, y un esquema constitucional drenado, es decir, sin el vigor y la imparcialidad de instituciones independientes otrora guiadas por el mítico y emblemático lema de “We, the People…” La “centroderecha” y la derecha liberal se han quedado en shock, de espaldas planas y paralizadas ante la desastrosa humareda de lo que en otros dorados tiempos parecía ser todo un paraíso, a pesar de sus evidentes contradicciones e inaceptables paradojas.
El Salvador, que nada conoce de paraísos pero sí todo de infiernos colmados de perpetuas congojas, de convulsiones y realidades inframundanas y apocalípticas, hoy vuelve a entrar a la lista de las democracias estancadas, desgraciadas, obscenamente degradadas y envenenadas por un acercamiento pandémico a la política por parte de personalidades con rasgos egosintónicos, personalidades claramente tipificadas en el Grupo B del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (trastornos de las personalidades: antisocial, límite, histriónica, y narcisista.) Es decir, con muy contadas excepciones en algún órgano del estado, al país lo ha venido gobernando, por más de tres décadas, una tanda de individuos enloquecidos por las mieses del poder, individuos desequilibrados y enzarzados en un vergonzoso y pírrico desenvolvimiento político, con una doble moral que crea mortales y gravísimos costos para la población en general. Entre el pueblo salvadoreño y sus representantes electos para gobernar siempre ha habido un cisma tenebroso y desalentador, aunque la causa no esté en el pueblo. Bien cabe la posibilidad de que muera de abuso y desnutrición esta hija de tan antiguos rechazos (la recién nacida democracia salvadoreña) antes de que empiece a caminar por el buen camino. Esperemos que no termine todo lo ganado por la borda. Lo cierto es que el repudio nacional e internacional ha sido contundente y unánime ante la primera plana impresa y virtual que habla de los hechos inusitados del domingo nueve de febrero de 2020, frente al edificio de la asamblea legislativa.
En una desquiciada y bochornosa obra de teatro de un solo acto, el ciudadano Nayib Bukele, presidente de El Salvador, recurriendo a palabras descocadas y coercitivas, desplegó toda una puesta en escena que ni en tiempos de Duarte, el presidente más vendido y respaldado por los EEUU por antonomasia, se había visto en el país: la agresiva y leguleya petición de que sus deseos se vuelvan realidad a punta de insultos, bota y cañón, respaldado todo ello por turbas afines a su agenda, turbas fanáticas, y cuya rabia y descontento son comprensibles, pero sin cabida en el plano del diálogo político que debiera ser la dinámica subyacente de su administración, producto de un proceso democrático. Esa perpetua esperanza de diálogo y concertación es la que cae hecha añicos con el errado obrar del presidente, que obviamente vive muy malaconsejado por sus asesores. El ciudadano Bukele tiene muchísimos adeptos y seguidores, es cierto. Adeptos y seguidores que adulan y agigantan su ego. Cierto es también que quienes debilitaron y apolillaron los que pudieran haber sido los férreos fundamentos de la democracia salvadoreña hoy son una oposición casi huérfana, deslegitimizada, oposición que él mismo conoce y desconoce de revés y derecho por haber militado en ella, y que por venganza personal hoy con saña (y burda alevosía política) manipula y acorrala, arrinconándole como se arrincona a una bestia indeseable que debe ser eliminada a toda costa. En vez de haber sido firme y generoso en la victoria de los votos, para luego extender una rama de olivo a sus adversarios y hacer patria, como él mismo dice ‘hacer historia,’ lo que decidió hacer es convertirse en el implacable azote y escarmiento de sus antiguos camaradas, y discursa a cada rato que es más gigante y superior que todos ellos en parva, porque en su narrativa él es el ungido, el elegido del pueblo a quien a cada rato le implora: no me dejen solo.
Todo tiene su ascendiente y sus descendientes, también
los elegidos y sus seguidores. Barruntemos. En su humillante intento de endiosarse a
perpetuidad en el poder ni la izquierda ni la derecha salvadoreña se pusieron a
calcular el gravísimo daño que se causaban a sí mismos, a esa nueva clase
privilegiada mal llamada la clase política. Tampoco se pusieron a
meditar en el mal que le causaban a la recién ganada democracia del país cuando
su agenda política se desvinculó del bien común y del trabajo en conjunto para
sacar a la patria de la fosa de ruinas y desesperanza generalizada, recién
entrados los años noventa. Ninguno de ellos nos afilió a la esperanza, como
había recomendado Roque. Utilizados fuimos con ese lema. Nadie de estos señores
y señoras, ahora todos muy respetables, nos convidó a transformar la realidad
de raíz, de fondo, como predicaba Ellacuría, ni se nos invitó a colaborar en la
creación de vehículos para revolucionar a la patria, con una indómita y marcada
preferencia por los pobres y la clase trabajadora. Convencidos de que marginando
a la sociedad civil para poder robarle el cien por ciento del país al pueblo, ateniéndose
a montar altos muros de corrupción y el fortalecimiento del hampa, de leyes que
les privilegiaban, de dádivas que disfrazaban la violencia y su origen (la
pobreza), convencidos de que la impunidad, el clientelismo y las ahora
conocidas negociaciones ilícitas los volverían semidioses, materia intocable,
hoy se sienten vulnerados más allá de lo impredecible, violados y vejados, tal
cual el pueblo mismo se ha sentido por más de tres décadas, y no dan crédito a
lo que ven sus ojos: el espectro y realidad de un Frankenstein político que
ellos mismos diseñaron y al cual ellos mismos, con su propio aliento, dieron el
soplo de vida necesario para que los despedazara. Es la misma pócima que dieron
a beber a los jóvenes desorientados y sin recursos de la posguerra para
cimentar el problema de las pandillas. Menudo trabajo de la doble mampostería
ideológica salvadoreña con un mismo resultado: el jaque mate a su reinado con
un repudio cruel, imperecedero. A pesar de dichos secretos a voces, los errores
y distorsiones de los corruptos en el gobierno son corregibles a través del
voto maduro y revolucionario del pueblo acendrado en su democracia. El poder no
sólo embriaga y corrompe: también distorsiona. Cabe recordarle al señor presidente
que no estamos en tiempos de las ciudades-estados Mayas, y que las tentaciones
de arrancarle el atavío, las orejeras y el cetro de poder a sus enemigos, para
luego ponerles un turbante de papel (y adornos de papel en los oídos y las
pectorales) antes de decapitarlos en la plaza frente a su séquito de teócratas convencidos,
no es el proceso de purga y fortalecimiento de nuestra época y nuestra
democracia. Aunque sea al margen de la galaxia cultural y a trastabillones
cosmopolitas, ya somos parte de occidente y de su modernidad. La lucha del
pueblo por llegar a la democracia nos sumó al concurso de las demás naciones y
nos ha dado un pequeño lugar en la historia. En este sentido las alarmas de la
opinión pública nacional e internacional son el sensato llamado a replantearse los
problemas del gobierno, que son difíciles de resolver; a resarcir con humildad
lo que haya que resarcir, y a no perder las brújulas del diálogo y las
soluciones por consenso. La soberbia y la prepotencia, por lo general, sólo engendran catástrofes
y tragedias.
Yich'ak Balam: capturado, humillado y ejecutado el 29 de noviembre del
año 735 D.C., Dos Pilas
Con su voto el pueblo no elije gobernantes, sino que pone en movimiento una esperanza, desde siempre, y siempre termina burlado. En su comprensible sufrimiento y hartazgo, el pueblo salvadoreño
le ha conferido, de su libre albedrío, el voto de esperanza al ciudadano
Bukele, fallando quizá en calcular que el precio a pagar, la medicina amarga de
la que él habla, iba a llevar al país de nuevo a tener una imagen sórdida, viva,
tangible de la era hostil de los gorilas y los trogloditas que, desde la
independencia hasta el final de la guerra civil, gobernaron el país. Aunque
esas imágenes del pasado sean imborrables, muchos de nosotros habíamos
almacenado eso en los sótanos de la memoria como una etapa, una mala pasada que
ya todos creíamos superada, algo para ser contado alrededor de una fogata por
las abuelas o por algún viejo lobo de mar (como parte de la mitología
cuscatleca) en noche de brujas, a lo más. Por eso quien celebre las turbas del
poder ejecutivo, vitoreado mientras se desplaza con un innegable mensaje de metralletas,
atropellos y amenazas de piedra y garrote dirigidas a la frágil
institucionalidad de este inverosímil país, está condenado a vivir su vida en
sentido contrario, del lado equivocado del péndulo de la ley y de la historia. A
estas alturas del juego todo indicio de linchamiento público y matonería es
repudiable. Ya padecimos demasiado de esos dolores donde juez y parte se
absuelven antes o después de perpetrar barbaridades.
La magnificación de una sola personalidad mesiánica,
la prostitución del ejército y de la policía nacional civil, mancornado a
tretas de manipulación emocional y yijadistas en masa, más la mentira de
hacernos creer que es el pueblo el que se subleva para hincar y darle fuego a
la asamblea legislativa, son cosas típicas de caudillos y sátrapas que nada, ni
una sola partícula subatómica siquiera, tienen que ver con el ideal de lo ganado
a fuer de tantos sacrificios: la oportunidad de construir la democracia en el
país. Es consabido, el ideal democrático ha sido siempre el ideal del pueblo por
el que mucha conciencia ya ofrendó su vida a través del oscurantismo
dictatorial, la guerra civil, y aún a través de la posguerra.
Todos somos falibles y cometemos errores. Hacerse
cargo, rectificar y disculparse es de sabios. Ser presa de su propio frenesí y
montar berrinches internacionales es un grave error que cualquier funcionario público
en el mundo es capaz de cometer, no cabe duda. Todo ello tiene remedio. Hay
cosas, sin embargo, a un tiempo públicas e íntimas que no tienen arreglo. Orar
con el corazón envenenado no es ni de judíos, ni de moros, ni de cristianos,
mucho menos de materialistas dialécticos o de ídolos del siglo XXI, de todo un
autoproclamado influencer. Un alto perfil público a nivel internacional
no puede perder la cordura, los protocolos, el garbo. Siempre se está en la
mira en un juego de dioses y semidioses envidiosos, mezquinos, egoístas. Por
eso es preferible ser pueblo, pequeño, de a pie: mortal. Estulto es quien embriagado
de sí mismo no sepa que la plegaria es una entrevista mística e íntima entre Dios
y una de sus ínfimas criaturas, aquella que conscientemente elije someterse a
la divinidad ilímite para crear un instante, un nexo eterno en donde el alma se
desata de la materia temporal para unirse en luz y energías vivas con la fuente
de vitalidad, sabiduría, y comunión armónica que rige al universo, si de veras hay
convicción y coraje para salir del mundo... fusionándose hasta lo profundo con lo
que se pide para causar el milagro inmerecido. Quien causa un milagro abre
caminos para la humanidad. Hasta los científicos cuánticos dan fe de esto, de
la transfiguración de las personas al trascender los límites de lo corpóreo a
través de la plegaria, del concéntrico poder de la bondad, el perdón y la sanación
concentrada en un rezo. Y esto es así, porque orar es salirse de sí mismo, negarse
a sí mismo, trascender tiempo, espacio, mezquindades, dolores, y demás
ensimismamientos y cotidianeidades. El acto sagrado e inmemorial de hablar con
la divinidad no puede ser una patraña pública, electorera, onerosamente televisada
(¡en la noche de los Óscares para mayor desparpajo!) con el envenenado afán de
alguien que por caprichos políticos reza antes de amenazar de muerte constitucional
a sus enemigos en las próximas elecciones. Esa burda mezcla de lo sacro
revuelto con lo profano vergüenza nacional y ajena ha de provocar. Peor aún, cerrar
los ojos y alzar las manos al cielo en busca de la voz de Dios, pidiéndole los
deformes trofeos de una desubicada megalomanía política lo único que logra es revelarle
al mundo entero el descarado complejo de mesías díscolo y tropicalizado que se
profesa, algo totalmente impropio de un hombre de fe que además funge como jefe
de estado. Eso indigna, por muy desmerecida o débil que sea la democracia en la
que ese jefe de estado haya sido elegido. Más que un insulto a sí mismo, ese
tipo de numeritos párvulos son un irrespetuoso insulto al pueblo y a todos los
círculos al que perteneciere tal susodicho elegido, sin importar sus
latitudes.
A.E.S. – 10 de
febrero de 2020
[i] DE CÓMO LAS
PIEDRAS, EL BAMBÚ Y OTROS SUPUESTOS DESPERDICIOS HAN DEMOSTRADO SER EXCELENTE MATERIAL
DIDÁCTICO PARA LA CÁTEDRA DE HISTORIA. Puertas Abiertas. Antología de poesía
centroamericana. Fondo de Cultura Económica. México, 2011.