martes, 11 de febrero de 2020

La crítica de los elegidos, por Ario E. Salazar




                                                             “Sucede a veces

                                                               que la llamada luz, no es más que la materia

                                                               de nuestras tinieblas.” Alfonso Kijadurías



Mi padre una vez me dijo, mirando conmigo a las estrellas del cielo diáfano salvadoreño en octubre, que el dinero y el poder son a la sociedad en pleno lo que el alcohol es al individuo: desinhiben cuerpo y alma, y revelan y agigantan la verdadera esencia de las personas, inclusive aquello que llevaban oculto creyéndolo enterrado en los más insospechados escondrijos de la inconciencia. Por regla general, prosiguió, lo que queda develado después de una descomunal borrachera de poder o ensimismamiento etílico es un ente herido, defenestrado, catastrófico y rociado por una mezcla de egoalturísmo y asco. Ya en mi adultez yo llamo a eso la goma moral de los gigantes borrachos de sí mismos, tal como nos lo apunta en los tamices de su alma el poeta hondureño Juan Ramón Saravia, cuando dice: 

“Y aconteció que el gigante se creyó invencible
y dijo en su corazón
que su destino manifiesto era humillar y sojuzgar a los débiles
hasta que un día
                   Un pastor de cabras
                   Civil enclenque
                   Casi anónimo

Le aplastó la creencia y la frente
con una piedra
       tan rústica
       como hay millones.”[i]   







Tal ha sido el espectáculo político al que hemos asistido una y otra y otra vez en éstos últimos tiempos en que la democracia de cualquier latitud, de tan trastornada y enferma que ha andado, se convulsiona y vomita toda la bazofia social y espiritual acumulada en su aparatoso descenso hacia las fosas más profundas y nefastas del capitalismo. Lo que ha entrado a una fase casi terminal en nuestros días son las debeladas instituciones de las sociedades democráticas-capitalistas, caracterizadas por ser injustas e insostenibles, gigantes ubicuos e inmisericordes. En el caso de sociedades atrasadas, la polaroid que emerge es la de pigmeas, corruptas y débiles instituciones de un modelo político y económico todavía más insano: el demócrata-consumista, aquel que hunde a sus ciudadanos en la ignorancia, en la más aberrante miseria material y cultural con el agravante de no producir nada, sino los parásitos y las enfermedades que le matarán, sin esperanza.


De ese cuadro epidemiológico soñábamos salir nosotros después de haber sufrido la conquista, la colonia, la patria del criollo, las dictaduras, el terrorismo de estado, los trastornos de la personalidad paranoide estadounidense en su política exterior, la guerra civil, la venta de todos los activos del estado a cambio del cese al fuego al final de la guerra, la dolarización y, por último, el desenfreno de una violencia más brutal y prevalente que la de la guerra ‘en plenos tiempos de paz.’ A falta de amor al terruño los vende-patrias no han hecho mucho, más allá de reproducir hasta las heces la miseria, y se ha llevado a la región centroamericana a la explosión social con  altos índices de desempleo, con un bajísimo crecimiento de la economía real y del PIB por décadas, con corrupción e impunidad endémicas, alta criminalidad, violencia, y la virtual extinción de todo valor o principio que atesore los más altos ideales humanistas y solidarios, de comunidad, aunado todo a un colapso de los derechos y garantías individuales por lo que magnicidios, fratricidios, mares de sangre popular y mares de tinta idealista han sido vaciados sobre los vertederos de un poder que no sabe vivir de otra manera sino extralimitándose, incesantemente, para no perder ni un sólo centímetro de su dominio.

Lo nuestro ha sido un subibaja entre oligarquía y plutocracia; el gobierno de las minorías opulentas perpetuamente aporofobas, es decir, con fobia al pobre y al trabajador que mal vive de míseros salarios.

El fenómeno no es exclusivamente regional. Por doquier vemos que la “vivianada” y la bravuconería política de todas las élites del mundo han ido corroyendo incluso sistemas o modelos que se sentían inmunes ante esos males comunes y supertípicos de cualquier república bananera, y se ha socavado, ante la mirada atónita de los grandes defensores de las avanzadas democracias capitalistas, los fundamentos de su inquebrantable optimismo en la constante búsqueda por perfeccionar su modelo. En los EEUU, por ejemplo, (hasta hace poco parangón indiscutible de todas las variaciones de la derecha capitalista) lo que ha quedado -después del juicio político y parcial del presidente más abiertamente racista y desacatado de esa democracia- no es sino el vago recuerdo de lo que era confiar en la distribución del poder representativo, con sus balanzas y contrapesos hoy en el cesto de la basura, y un esquema constitucional drenado, es decir, sin el vigor y la imparcialidad de instituciones independientes otrora guiadas por el mítico y emblemático lema  de “We, the People…”  La “centroderecha” y la derecha liberal se han quedado en shock, de espaldas planas y paralizadas ante la desastrosa humareda de lo que en otros dorados tiempos parecía ser todo un paraíso, a pesar de sus evidentes contradicciones e inaceptables paradojas.

El Salvador, que nada conoce de paraísos pero sí todo de infiernos colmados de perpetuas congojas, de convulsiones y realidades inframundanas y apocalípticas, hoy vuelve a entrar a la lista de las democracias estancadas, desgraciadas, obscenamente degradadas y envenenadas por un acercamiento pandémico a la política por parte de personalidades con rasgos egosintónicos, personalidades claramente tipificadas en el Grupo B del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (trastornos de las personalidades: antisocial, límite, histriónica, y narcisista.) Es decir, con muy contadas excepciones en algún órgano del estado, al país lo ha venido gobernando, por más de tres décadas, una tanda de individuos enloquecidos por las mieses del poder, individuos desequilibrados y enzarzados en un vergonzoso y pírrico desenvolvimiento político, con una doble moral que crea mortales y gravísimos costos para la población en general. Entre el pueblo salvadoreño y sus representantes electos para gobernar siempre ha habido un cisma tenebroso y desalentador, aunque la causa no esté en el pueblo. Bien cabe la posibilidad de que muera de abuso y desnutrición esta hija de tan antiguos rechazos (la recién nacida democracia salvadoreña) antes de que empiece a caminar por el buen camino. Esperemos que no termine todo lo ganado por la borda. Lo cierto es que el repudio nacional e internacional ha sido contundente y unánime ante la primera plana impresa y virtual que habla de los hechos inusitados del domingo nueve de febrero de 2020, frente al edificio de la asamblea legislativa.  

En una desquiciada y bochornosa obra de teatro de un solo acto, el ciudadano Nayib Bukele, presidente de El Salvador, recurriendo a palabras descocadas y coercitivas, desplegó toda una puesta en escena que ni en tiempos de Duarte, el presidente más vendido y respaldado por los EEUU por antonomasia, se había visto en el país: la agresiva y leguleya petición de que sus deseos se vuelvan realidad a punta de insultos, bota y cañón, respaldado todo ello por turbas afines a su agenda, turbas fanáticas, y cuya rabia y descontento son comprensibles, pero sin cabida en el plano del diálogo político que debiera ser la dinámica subyacente de su administración, producto de un proceso democrático. Esa perpetua esperanza de diálogo y concertación es la que cae hecha añicos con el errado obrar del presidente, que obviamente vive muy malaconsejado por sus asesores. El ciudadano Bukele tiene muchísimos adeptos y seguidores, es cierto. Adeptos y seguidores que adulan y agigantan su ego. Cierto es también que quienes debilitaron y apolillaron los que pudieran haber sido los férreos fundamentos de la democracia salvadoreña hoy son una oposición casi huérfana, deslegitimizada, oposición que él mismo conoce y desconoce de revés y derecho por haber militado en ella, y que por venganza personal hoy con saña (y burda alevosía política) manipula y acorrala, arrinconándole como se arrincona a una bestia indeseable que debe ser eliminada a toda costa. En vez de haber sido firme y generoso en la victoria de los votos, para luego extender una rama de olivo a sus adversarios y hacer patria, como él mismo dice ‘hacer historia,’ lo que decidió hacer es convertirse en el implacable azote y escarmiento de sus antiguos camaradas, y discursa a cada rato que es más gigante y superior que todos ellos en parva, porque en su narrativa él es el ungido, el elegido del pueblo a quien a cada rato le implora: no me dejen solo 


Todo tiene su ascendiente y sus descendientes, también los elegidos y sus seguidores. Barruntemos. En su humillante intento de endiosarse a perpetuidad en el poder ni la izquierda ni la derecha salvadoreña se pusieron a calcular el gravísimo daño que se causaban a sí mismos, a esa nueva clase privilegiada mal llamada la clase política. Tampoco se pusieron a meditar en el mal que le causaban a la recién ganada democracia del país cuando su agenda política se desvinculó del bien común y del trabajo en conjunto para sacar a la patria de la fosa de ruinas y desesperanza generalizada, recién entrados los años noventa. Ninguno de ellos nos afilió a la esperanza, como había recomendado Roque. Utilizados fuimos con ese lema. Nadie de estos señores y señoras, ahora todos muy respetables, nos convidó a transformar la realidad de raíz, de fondo, como predicaba Ellacuría, ni se nos invitó a colaborar en la creación de vehículos para revolucionar a la patria, con una indómita y marcada preferencia por los pobres y la clase trabajadora. Convencidos de que marginando a la sociedad civil para poder robarle el cien por ciento del país al pueblo, ateniéndose a montar altos muros de corrupción y el fortalecimiento del hampa, de leyes que les privilegiaban, de dádivas que disfrazaban la violencia y su origen (la pobreza), convencidos de que la impunidad, el clientelismo y las ahora conocidas negociaciones ilícitas los volverían semidioses, materia intocable, hoy se sienten vulnerados más allá de lo impredecible, violados y vejados, tal cual el pueblo mismo se ha sentido por más de tres décadas, y no dan crédito a lo que ven sus ojos: el espectro y realidad de un Frankenstein político que ellos mismos diseñaron y al cual ellos mismos, con su propio aliento, dieron el soplo de vida necesario para que los despedazara. Es la misma pócima que dieron a beber a los jóvenes desorientados y sin recursos de la posguerra para cimentar el problema de las pandillas. Menudo trabajo de la doble mampostería ideológica salvadoreña con un mismo resultado: el jaque mate a su reinado con un repudio cruel, imperecedero. A pesar de dichos secretos a voces, los errores y distorsiones de los corruptos en el gobierno son corregibles a través del voto maduro y revolucionario del pueblo acendrado en su democracia. El poder no sólo embriaga y corrompe: también distorsiona. Cabe recordarle al señor presidente que no estamos en tiempos de las ciudades-estados Mayas, y que las tentaciones de arrancarle el atavío, las orejeras y el cetro de poder a sus enemigos, para luego ponerles un turbante de papel (y adornos de papel en los oídos y las pectorales) antes de decapitarlos en la plaza frente a su séquito de teócratas convencidos, no es el proceso de purga y fortalecimiento de nuestra época y nuestra democracia. Aunque sea al margen de la galaxia cultural y a trastabillones cosmopolitas, ya somos parte de occidente y de su modernidad. La lucha del pueblo por llegar a la democracia nos sumó al concurso de las demás naciones y nos ha dado un pequeño lugar en la historia. En este sentido las alarmas de la opinión pública nacional e internacional son el sensato llamado a replantearse los problemas del gobierno, que son difíciles de resolver; a resarcir con humildad lo que haya que resarcir, y a no perder las brújulas del diálogo y las soluciones por consenso. La soberbia y la prepotencia, por lo general, sólo engendran catástrofes y tragedias.

Yich'ak Balam: capturado, humillado y ejecutado el 29 de noviembre del 
                                                                              año 735 D.C., Dos Pilas




Con su voto el pueblo no elije gobernantes, sino que pone en movimiento una esperanza, desde siempre, y siempre termina burlado. En su comprensible sufrimiento y hartazgo, el pueblo salvadoreño le ha conferido, de su libre albedrío, el voto de esperanza al ciudadano Bukele, fallando quizá en calcular que el precio a pagar, la medicina amarga de la que él habla, iba a llevar al país de nuevo a tener una imagen sórdida, viva, tangible de la era hostil de los gorilas y los trogloditas que, desde la independencia hasta el final de la guerra civil, gobernaron el país. Aunque esas imágenes del pasado sean imborrables, muchos de nosotros habíamos almacenado eso en los sótanos de la memoria como una etapa, una mala pasada que ya todos creíamos superada, algo para ser contado alrededor de una fogata por las abuelas o por algún viejo lobo de mar (como parte de la mitología cuscatleca) en noche de brujas, a lo más. Por eso quien celebre las turbas del poder ejecutivo, vitoreado mientras se desplaza con un innegable mensaje de metralletas, atropellos y amenazas de piedra y garrote dirigidas a la frágil institucionalidad de este inverosímil país, está condenado a vivir su vida en sentido contrario, del lado equivocado del péndulo de la ley y de la historia. A estas alturas del juego todo indicio de linchamiento público y matonería es repudiable. Ya padecimos demasiado de esos dolores donde juez y parte se absuelven antes o después de perpetrar barbaridades.

La magnificación de una sola personalidad mesiánica, la prostitución del ejército y de la policía nacional civil, mancornado a tretas de manipulación emocional y yijadistas en masa, más la mentira de hacernos creer que es el pueblo el que se subleva para hincar y darle fuego a la asamblea legislativa, son cosas típicas de caudillos y sátrapas que nada, ni una sola partícula subatómica siquiera, tienen que ver con el ideal de lo ganado a fuer de tantos sacrificios: la oportunidad de construir la democracia en el país. Es consabido, el ideal democrático ha sido siempre el ideal del pueblo por el que mucha conciencia ya ofrendó su vida a través del oscurantismo dictatorial, la guerra civil, y aún a través de la posguerra.

Todos somos falibles y cometemos errores. Hacerse cargo, rectificar y disculparse es de sabios. Ser presa de su propio frenesí y montar berrinches internacionales es un grave error que cualquier funcionario público en el mundo es capaz de cometer, no cabe duda. Todo ello tiene remedio. Hay cosas, sin embargo, a un tiempo públicas e íntimas que no tienen arreglo. Orar con el corazón envenenado no es ni de judíos, ni de moros, ni de cristianos, mucho menos de materialistas dialécticos o de ídolos del siglo XXI, de todo un autoproclamado influencer. Un alto perfil público a nivel internacional no puede perder la cordura, los protocolos, el garbo. Siempre se está en la mira en un juego de dioses y semidioses envidiosos, mezquinos, egoístas. Por eso es preferible ser pueblo, pequeño, de a pie: mortal. Estulto es quien embriagado de sí mismo no sepa que la plegaria es una entrevista mística e íntima entre Dios y una de sus ínfimas criaturas, aquella que conscientemente elije someterse a la divinidad ilímite para crear un instante, un nexo eterno en donde el alma se desata de la materia temporal para unirse en luz y energías vivas con la fuente de vitalidad, sabiduría, y comunión armónica que rige al universo, si de veras hay convicción y coraje para salir del mundo... fusionándose hasta lo profundo con lo que se pide para causar el milagro inmerecido. Quien causa un milagro abre caminos para la humanidad. Hasta los científicos cuánticos dan fe de esto, de la transfiguración de las personas al trascender los límites de lo corpóreo a través de la plegaria, del concéntrico poder de la bondad, el perdón y la sanación concentrada en un rezo. Y esto es así, porque orar es salirse de sí mismo, negarse a sí mismo, trascender tiempo, espacio, mezquindades, dolores, y demás ensimismamientos y cotidianeidades. El acto sagrado e inmemorial de hablar con la divinidad no puede ser una patraña pública, electorera, onerosamente televisada (¡en la noche de los Óscares para mayor desparpajo!) con el envenenado afán de alguien que por caprichos políticos reza antes de amenazar de muerte constitucional a sus enemigos en las próximas elecciones. Esa burda mezcla de lo sacro revuelto con lo profano vergüenza nacional y ajena ha de provocar. Peor aún, cerrar los ojos y alzar las manos al cielo en busca de la voz de Dios, pidiéndole los deformes trofeos de una desubicada megalomanía política lo único que logra es revelarle al mundo entero el descarado complejo de mesías díscolo y tropicalizado que se profesa, algo totalmente impropio de un hombre de fe que además funge como jefe de estado. Eso indigna, por muy desmerecida o débil que sea la democracia en la que ese jefe de estado haya sido elegido. Más que un insulto a sí mismo, ese tipo de numeritos párvulos son un irrespetuoso insulto al pueblo y a todos los círculos al que perteneciere tal susodicho elegido, sin importar sus latitudes.


A.E.S. – 10 de febrero de 2020




[i] DE CÓMO LAS PIEDRAS, EL BAMBÚ Y OTROS SUPUESTOS DESPERDICIOS HAN DEMOSTRADO SER EXCELENTE MATERIAL DIDÁCTICO PARA LA CÁTEDRA DE HISTORIA. Puertas Abiertas. Antología de poesía centroamericana. Fondo de Cultura Económica. México, 2011.

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