miércoles, 14 de agosto de 2013

Los Darwinistas Literarios, Segunda Parte


Es muy fácil pensar las cosas; pero es muy difícil serlas.” Nietzsche


Por ahora podemos decir que el Darwinismo Literario es únicamente un club con potencial de crecer y de convertirse en un grupo. Sólo se cuenta con treinta – más o menos – neófitos declarados en el mundo académico. El amplísimo campo de la biopoesía – disciplina que relaciona a la música y a las artes visuales con las teorías de Darwin – quizá podría añadir un puñado más. Aún así la propuesta del Darwinismo Literario ha conquistado la imaginación de un número de catedráticos que crecieron con otras técnicas de crítica literaria y que en algún momento terminaron enfadados de ellas. Brian Boyd, por ejemplo, un reconocido experto en la obra de Vladimir Nabokov y catedrático de la Universidad de Nueva Zelanda en Auckland dio un giro en sus años cuarenta hacia el Darwinismo Literario que lo hizo presa de lo que él llama “una sencillísima y poderosa idea.”

Pudiera parecer extraño que catedráticos del idioma Inglés faltos de inspiración se vuelquen hacia la biología evolucionista, pero no debemos subestimar el atractivo que alberga la visión del mundo que Darwin formuló. Tiene una manera especial de llamar la atención de la gente. Es cierto que a muchos de nosotros nos incomoda el que se nos recuerde que los seres humanos descendemos de los monos (o peor aún, de bacterias procarióticas), pero también a muchos de nosotros nos gusta la sutil certeza que el Darwinismo nos ofrece. A pesar de que su teoría promulga que el cambio incesante es la esencia de la vida, tiene la facultad de ser una filosofía alentadora porque profesa de que hay respuestas. Es más, una filosofía que nos sugiere de que “sobreviven los más fuertes” es un piropo para cada uno de nosotros ya que estamos aquí, leyendo precisamente sobre esto. Por lo tanto no nos sorprende que la biología evolucionista ha superado la etapa de ser invocada únicamente como una teoría que versa sobre los cambios físicos en la constitución de los seres vivientes. Ahora también es una herramienta explicativa que tiene atractivo tanto para el catedrático como para el pequeño psicólogo de barrio que todos llevamos dentro. (En sus explicaciones de por qué se comporta como un chico malo, Jack Nicholson le dijo a un entrevistador del New York Times en el 2002: “tengo una debilidad por lo que me atrae. No es simplemente cuestión de psicología. Es glandular y tiene que ver con la continuación de la especie sin pensárselo demasiado.”)

El Darwinismo Literario –como tantas ramificaciones del árbol del Darwinismo – tiene una tendencia a hallar deleite en aquellos que andan en busca de explicaciones universales. Como sucedió antes con el Freudianismo y el Marxismo, tiene ambiciones a gran escala: el buscarle explicaciones no únicamente a un texto en particular o a un autor seleccionado sino a todos los textos y a todos los autores a través del tiempo y a través de las culturas. Puede que le sirva también a los catedráticos de la lengua Inglesa para recuperar un poco de la influencia – y del dinero – que las ciencias, en la lucha Darwiniana por recursos universitarios, le han robado a la facultad de humanidades durante el último siglo. Pero por ahora para ponerse en marcha bajo las consignas del Darwinismo Literario uno tiene que ser independiente e intrépido. “La más sencilla y efectiva forma de repudiarnos es ser ignorados,” dice Carrols.

Los Darwinistas Literarios dan la sensación de ser un culto. Cuando se ponen a chismorrear sobre aquellos colegas que en privado comparten sus ideas, pero que por temor a la academia en público no dan a conocer sus verdaderas creencias, algunas veces hasta los llegan a catalogar como que están “en el clóset.” Al ahora cincuentón de Carroll la conversión a la nueva disciplina le sucedió cuando en su juventud se hallaba perdido –a pesar de tener plaza fija de por vida- como catedrático del idioma Inglés en la Universidad de Missouri en St. Louis. Cuenta que agarró El origen de las especies y El orígen del hombre, y tuvo la sacudida, la convicción intuitiva de que había dado con la llave maestra para resolver el acertijo de la literatura. A Carroll siempre lo habían seducido las grandes ideas. Dice haber pasado por una intensa etapa “Hegeliana” cuando tenía veintiún años. “El concepto fundamental se cristalizó en mí en cuestión de semanas,” rememora, y dice que las notas que empezó a tomar en un estado de “altísima intensidad” se fueron coagulando hasta llegar al libro ahora imprescindible sobre el asunto: Evolución y teoría literaria, publicado en 1995.

Jonathan Gottschall, el editor de El animal literario comenzó su maestría en lengua Inglesa en la Universidad Estatal de Nueva York en el campus de Binghampton en 1994 y estaba sorprendido de ver el poco interés que sus profesores tenían por dar con “el enorme proyecto délfico de ir en busca de la sustancia de la naturaleza humana. No tenían vocación para el conocimiento. Es más, parecían pericos recitando únicamente las palabras.” Cuando en una tienda de libros usados se topó con una copia de El simio al desnudo, libro del zoólogo Desmond Morris, publicado en 1967, las observaciones del autor sobre el empalme entre la conducta de los primates y la conducta humana hallaron sentido en él. (A menudo los animales juegan un papel importante en los procesos de conversión. Así tenemos que Ellen Dissanayake, una bíopoeticista en la Universidad del Estado de Washington, y autora del libro ¿Para qué ha de servir el arte? fue incitada a tener su conversión en parte al ponerse a observar la conducta de animales salvajes y al hacer comparaciones entre los animales y sus niños – su esposo era director del Zoológico Nacional de Washington en aquel entonces.)

Poco después de haber leído El simio al desnudo, Gottschall volvió a leer la Ilíada, uno de sus libros predilectos. “Como siempre,” escribe en la introducción a El animal literario “Homero hizo que mis huesos se flexionaran y me dolieran bajo el peso de todo el terror y la belleza de la condición humana. Sin embargo esta vez también se me dio el experimentar a la Ilíada como quien está frente a un drama de simios al desnudo: pavoneándose todos ellos, acicalándose, peleándose, tatuando sus pechos, y bramando en su poderío mientras competían por la dominación social, por las mejores hembras, y por los recursos materiales.” Aventuró a llevar sus ideas y conceptos a la clase. “Cada vez que yo decía ‘sociobiología’ y ‘biología evolucionista’ en clase, mis compañeros lo único que visualizaban era ‘eugenesia’ y ‘Hitler.’ Aquellas reacciones eran una medida concreta de cuán tóxico era aquel material,” recuerda.

Su interés por el Darwinismo Literario parece no haberle ayudado en su carrera. Por ejemplo El animal literario fue rechazado por más de una docena de casas editoriales antes de que la editorial Northwestern University Press accedió a tomar el manuscrito. El mismo Gottschall sigue desempleado (aunque debemos de aclarar que ésta es una condición propia de los que tienen un doctorado en lengua Inglesa). Los Darwinistas Literarios alegan de que hasta el día de hoy ninguno de sus adeptos declarados ha recibido una plaza fija a nivel nacional. “La mayor parte de mis amigos terminaron en escuelas élite o en sus equivalentes,” dice Joseph Carroll, mientras que él trabaja “en un campus lejano que es parte de un conglomerado de proveedores educativos para un sistema universitario.”

El Varón Alfa del Darwinismo Literario es el septuagenario biólogo egresado de la Universidad de Harvard Edgard O. Wilson. “No hay nadie más a quien se le deba tanto,” asegura Gottschall. Wilson contribuyó con el prólogo de El animal literario en el que vaticina que si el Darwinismo Literario prevalece y “no únicamente la naturaleza humana, sino que sus mejores producciones literarias pueden ser ligadas con fundamento a sus raíces biológicas, entonces tendremos uno de los más grandes eventos en la historia intelectual. ¡Las ciencias y las humanidades al fin unidas!” Por treinta años Wilson se ha ocupado de preparar el camino para que tal momento llegue. En 1975 lideró la expansión de la biología evolucionista moderna con la publicación de su libro: Sociobiología: la nueva síntesis. En el último capítulo de la obra trató de demostrar que las presiones evolutivas juegan un rol importante no sólo en la sociedad animal sino en la cultura humana también. “Muchos científicos se hubieran quedado quietos si yo me hubiera dedicado únicamente a estudiar chimpancés,” Wilson se daría a recordar más tarde, “pero el desafío y la exaltación que sentía eran demasiado grandes como para resistirme.”

En su obra Sobre la naturaleza humana publicada tres años después Wilson volvió al asunto con renovadas energías. La disciplina que surgió –en parte gracias a sus esfuerzos- la psicología evolucionista asegura que muchas de nuestras actividades mentales y las conductas que de ellas se derivan (el lenguaje, el altruismo, la promiscuidad) se pueden rastrear hasta llegar a las preferencias que fueron codificadas en nosotros durante la prehistoria cuando eran necesarias para ayudarnos a sobrevivir. De acuerdo a los psicólogos evolucionistas todos los desajustes mentales que tenemos, así como los deseos de cantar o de ahorrar son circuitos mentales con los que estamos programados. También es la labor de los psicólogos evolucionistas el desentrañar y desmitificar la sustancia de la conciencia misma aventurando la teoría, por ejemplo, de que el cerebro es una colección de módulos separados que han ido evolucionando para facilitar operaciones mentales, algo parecido a uno de esos cuchillos multiusos equiparados con un sin fin de herramientas. El cerebro no es algo parecido a un alma. Una repercusión controvertida de sus teorías es que la evolución es la causante de tantas desigualdades en muchos grupos. Sólo hace falta recordar el lío en el que se metió Lawrence Summers, el Presidente de la Universidad de Harvard en el 2006, al especular de que la evolución era culpable de dejar a las mujeres con menor capacidad que los hombres para dar un rendimiento óptimo en los campos científicos y en la ingeniería: dicha noción aún nos sigue irritando.

Al mismo tiempo hoy día hablamos casualmente de preferencias innatas, comportamientos de adaptación, y estrategias para mejorar nuestra condición física. Consideremos hasta qué punto la psicología evolucionista ha desplazado a Freud. ¿Hoy quién diría que ha descubierto una tribu remota donde existe el incesto como tabú y que por eso podemos concluir que eso es así porque los hijos viven reprimiendo inconscientemente una atracción sexual hacia sus madres? En vez de eso citaríamos algún principio de biología evolucionista que declara que hemos desarrollado una repugnancia innata por la endogamia porque produce defectos de nacimiento y éstos a su vez son una barrera para nuestra supervivencia.

Recién le pedí a Wilson en una conversación telefónica que me diera una apreciación del estado en el que se encontraba la revolución que él tímidamente comenzó. Me interesaba saber qué tan lejos han llegado los sociólogos y los psicólogos en el proceso de incorporar principios evolucionistas en sus campos de trabajo. Wilson se rió y muy afablemente me contestó “me parece que no han avanzando mucho.” Sin embargo parece emocionarse con la idea de que la sociobiología pueda ser capaz de botarle el polvo a las artes –especialmente a la literatura- con su magia inherente. “La confusión es lo que reina en el campo de la crítica literaria,” ha dictaminado Wilson en su prólogo a El animal literario. Por teléfono clarificó aún más su punto: “Se limitan a seguirlo presentando, a seguir enseñándolo, a seguir explicándolo de la mejor manera en que se les ocurre.” Dentro de la crítica literaria en boga, especialmente en la escuela de Derrida, sólo ve “una expresión de desarraigadas asociaciones libres y una tentativa por crear directrices analíticas basadas en percepciones idiosincrásicas que no aclaran cómo es que el mundo y la mente funcionan. No pude hallar ningún tipo de coherencia.” Quizá intuyendo mis objeciones se dio en proceder: “No estamos hablando de reducir, corroer, deshumanizar. Estamos hablando de aportar historia profunda, de darle una profunda historia genética a la crítica literaria.”

Los Darwinistas Literarios usan esa “historia profunda” para explicar el poder de los libros y de la poesía que de otro modo podría confundirnos, añadiendo quizá de este modo satisfacción a nuestra lectura de ellos. Tomemos por ejemplo a Hamlet. Al ponerlo bajo la lupa del Darwinismo Literario, la trama de Shakespeare se convierte en la historia de un joven con el dilema de escoger entre un interés personal (apoderarse del reino a través del asesinato de su tío, el nuevo esposo de su madre) y su interés genético (si su madre tiene hijos con su tío, él podría tener nuevos hermanos que poseerán tres octavos de sus genes). ¡Por eso vemos al príncipe de Dinamarca tan confundido sin saber qué hacer!

Veamos también el estudio que Jonathan Gottschall elaboró sobre la Ilíada: enfáticamente sugiere que la lucha por las mujeres en esta épica no sustituye a la lucha por el territorio, como muchos comentaristas han asumido, sino que es el tema central del poema que es el resultado de un desequilibrio en la antigüedad en lo referente a la relación porcentual entre hombres y mujeres, un dato que fue excavado en parte a través del estudio de los vestigios arqueológicos hallados en osarios contemporáneos a la obra.

Una de las principales propuestas de la psicología evolucionista dice que el placer es adaptable, por lo tanto es significativo que da gusto practicar el Darwinismo Literario. Si bien es cierto que sus observaciones sobre libros individuales pueden ser entretenidas y memorables, también a veces pueden parecer cursi. “Una muy rica probadita del pastel, pero ¿qué han hecho con el resto?” dice David Sloan Wilson, un editor de El animal literario y catedrático de biología y antropología en la Universidad Estatal de Nueva York en Binghampton.

Además, el Darwinismo Literario no es diestro en explicarlo todo. Es bueno para el análisis de las grandes novelas sociales, o sea, explicando el comportamiento de las personas en el contexto de un grupo. Como bien señala el novelista inglés Ian McEwan en su contribución a El animal literario “si uno se pone a leer relatos de… tropas de bonobos (chimpancés enanos) uno halla en esos relatos los borradores de todos los temas de la novela inglesa del siglo XIX.” De ninguna manera estoy dispuesto a creer –por muy arrojada que sea nuestra imaginación- que un chimpancé sea capaz de evocar en nosotros la finura de obras como La tierra baldía (The Waste Land) o el Finnegans Wake. El tono, el ángulo o punto de vista, la fiabilidad del narrador – éstos son tropos literarios que por lo general se les escapa a los Darwinistas Literarios, una limitación interpretativa que quizá pueda estar directamente ligada al carácter de Darwin. Una vez su hijo se quejó de su padre diciendo que “siempre nos dejaba atónitos el ver la clase de basura que el viejo toleraba a la hora de seleccionar novelas.” Darwin se sentía muy atraído a libros que eran darwinianos. De igual modo, los Darwinistas Literarios están en mejores manos cuando leen a Emile Zola y John Steinbeck que cuando leen a Henry James o a Gustave Flaubert. Con gusto me daría a leer sus apreciaciones sobre las obras históricas de Shakespeare antes de leer lo que piensan sobre las tragedias, y leería lo ponderado sobre las tragedias antes de entrar en las comedias, y por ejemplo en sus análisis sobre La tempestad me daría mucha curiosidad leer sus observaciones sobre la tríada de los personajes de Próspero, Miranda, y Fernando pero no hallaría quizá el mismo deleite en sus apreciaciones sobre Calibán o Ariel. La verdad es que no me interesa analizar el tipo de presiones evolutivas que aquejan a los distraídos, o a los elfos o a seres hechos de rocío.




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