miércoles, 28 de agosto de 2013

Los Darwinistas Literarios: Tercera y última parte.




En última instancia puede ser que el Darwinismo Literario nos enseñe un poco menos sobre libros específicos y más sobre cuál es el sentido, el punto preciso de por qué hacemos la literatura. La pregunta entonces surge: ¿cuál ha de ser el punto de la literatura, si es que ella no representa en sí una rareza nuestra que es inofensiva? A primera vista nos puede parecer que leer es una reverenda pérdida de tiempo, convirtiéndonos a todos en pequeñas versiones de Don Quijote, enredados en nuestra imaginación a tal punto de que no sabemos distinguir entre molinos de viento y supuestos gigantes. Estaríamos mucho mejor si pasáramos mas tiempo copulando o arando nuestras tierras. Los Darwinistas tienen la respuesta, o mejor dicho, tienen muchas respuestas posibles. (A los Darwinistas Literarios les agrada mucho la idea de múltiples respuestas, convencidos de que la mejor respuesta se impondrá a las demás).

Una de esas ideas es que la literatura es una reacción de defensa ante la expansión de nuestra vida intelectual que tuvo lugar en el momento en que empezamos a adquirir los fundamentos de una inteligencia superior, hará cuestión de unos cuarenta mil años. En ese momento –de súbito- el mundo le fue revelado al Homo sapiens en toda su alarmante complejidad. Al tomar viajes imaginativos que eran al mismo tiempo ordenados logramos, como especie y en aquel entonces, agenciarnos de la confianza necesaria para interpretar esta nueva realidad, vastísima y densa. Otra teoría profesa que leer literatura es una manera de estar siempre en forma, un ejercicio en el juego de las posibilidades, en el reino aquel donde habita la pregunta “¿y qué pasaría si…?.” O sea, si eres capaz de imaginarte la batalla entre griegos y troyanos, entonces si de repente te encontraras en una pelea callejera tendrás una mejor posibilidad de ser el victorioso. Otra teoría ve al acto de escribir como una sublimación sexual. Es consabido que algunos escritores parecen estar exhibiéndose, parecen estar provocando la situación que traerá una pareja que los encuentre atractivos y vigorosos. En la película intitulada “El prestidigitador literario” (The Ghost Writer, en Inglés), el narrador de Philip Roth plácidamente le informa a otro escritor que “en la Ciudad de Nueva York si has publicado siete libros no debes conformarte a estar a gusto con una sola mujer. Con siete libros ya te mereces por lo menos dos,” dice el personaje. Hay otra teoría que dice que la literatura tiene como función primordial el integrarnos a todos en una misma cultura. Los psicólogos evolucionistas creen que las imaginaciones compartidas o los mitos producen cohesión social, lo cual se transforma en ventaja de supervivencia. Y una quinta idea propone que la literatura empezó como un acto religioso, o como el intento de satisfacer una fantasía. Por ejemplo: aseguramos el éxito de nuestra próxima cacería al dar un recuento emocionante y detallado de la última que tuvimos. Finalmente, puede ser que los miembros del sexo opuesto encuentren tan atractivo, precisamente, la aparente inutilidad de la escritura. Puede ser que, tal cual sucede con la cola tornasolada del pavo real, la falta de utilidad concreta de la literatura nos conduzca a especular que quien la practica goza de una excelente salud. Pone de manifiesto que el escritor o la escritora en cuestión tiene vitalidad hasta para tirar a la garduña.

Como posición general, los Darwinistas Literarios colocan a la literatura en una escala de valores donde no la hallamos como lujo ni como añadidura, si no como algo que nos conecta a nuestra verdadera sustancia de ser. Hay mucha exhuberancia en éste punto de vista, y también mucha conjetura. Eso se debe a la parte inusual de la biología evolucionista en el sentido de que no sólo pregunta “cómo” funcionan las cosas, si no también “por qué” – y no el típico “por qué” de explicaciones provincianas, como por ejemplo ¿por qué es que el agua se congela a 32 grados Fahrenheit? si no que indaga y profundiza, como cuando pregunta “por qué” ciertas cosas existen (¿por qué desarrollamos un par de pulmones? ¿Por qué estamos programados a sentir el amor? Etc.) No hay protocolos de laboratorio para resolver éste tipo de incógnitas y de misterios para los cuales las técnicas inductivas de la ciencia están paupérrimamente preparadas a la hora de formular respuestas, de manera tal que al final las conclusiones obtenidas por los biólogos evolucionistas van más allá de lo que pudieran alcanzar sus propias investigaciones.

Tomemos, por ejemplo, el miedo humano por las serpientes. De acuerdo a Edward Wilson, el miedo éste se remonta a los principios de la era prehistórica, la etapa evolutiva en la que muchos de nuestros ancestros murieron como resultado de las mordidas de culebras venenosas. Aquellos que aprendieron a temerle a las víboras resultaron sobrevivir en mayores números que aquellos otros, descuidados. Este fue el período en el que los circuitos esenciales del cerebro humano se estaban organizando, de modo que nuestro miedo, ahora anacrónico pero impregnado en nuestra esencia genética, ya superó la etapa para la que fue diseñado. Aún mucho después de que las víboras dejaron de matarnos tan seguido, nuestro cerebro sigue acordándose de cómo fue aquella experiencia. Al correr del tiempo (dado que habíamos sido traumados cuando éramos más fáciles de impresionar) las serpientes tomaron roles centrales en la vida de nuestra imaginación. De ahí surte la protección que recibían los reyes del antiguo Egipto bajo la tutela de Wadjet, la diosa en forma de cobra, o el símbolo de Quetzalcóatl, el dios Maya y Azteca de la muerte y la resurrección, y la fascinación de D.H. Lawrence cuando un huésped no invitado por él “deslizó su suave vientre amarillo y marrón parsimoniosamente” en una de sus canaletas de agua.

Como se puede apreciar esto de las culebras es una bonita historia respaldada por algunos trazos de evidencia. Los niños tienen una predisposición a temerle a las culebras que sólo necesita de uno o dos encuentros con ellas para que se encienda. Ese miedo a veces se queda a pesar de que sean superados muchos otros miedos generados en la niñez. Y muchos primates, nuestros familiares más cercanos, también tienen una predisposición –un potencial que puede ser muy fácilmente encendido – de tenerle miedo a las culebras. Pero todavía hace falta saber mucho, antes de que nos arrojemos a asegurar que nuestra obsesión con las culebras es un ejemplo de eso que Wilson llama, en su propia acuñación de la frase, “la co-evolución de una cultura genética,” algo en lo que descansa de sobremanera mucha de la teoría de la psicología evolucionista, así como mucha de la teoría del Darwinismo Literario.

Supongamos que hay un módulo en el cerebro que se dedica a predisponernos a temerle a las culebras. Bueno, hasta ahora ese módulo no ha sido localizado. También carecemos de estadísticas concretas que nos puedan revelar el número de muertes sucedidas en la prehistoria como resultado de las mordidas venenosas de las víboras. Digamos que supiéramos eso, aún así no sabríamos si ese número de muertes sería significativo para engendrar una fobia, que por lo demás, y por alguna razón inexplicable, cogió arraigo en nuestra mente hasta manifestarse hoy día en la mente moderna, en vez de ir desapareciendo conforme la selección evolutiva se iba llevando a cabo, tal como se esperaría que una fobia inútil se comportara. Por ejemplo, hoy día pudiera ser que la gente que ama a los reptiles sean quienes se reproduzcan más que los ofidio-fóbicos, dado que la carne de reptil es deliciosa y sus cueros se pueden vender por mucho dinero; sin embargo carecemos de evidencias para sustentar este otro patrón de conducta. Al mismo tiempo cabe preguntarse por qué hay otros peligros aún mayores para los cuales nuestros ancestros no desarrollaron ninguna fobia – hablemos por ejemplo de... el fuego.




Cuando en nuestro análisis tratamos de evaluar la importancia de los mitos que giran alrededor de los reptiles no queda más que asumir ciertas cosas. Primero que nada, ¿son las serpientes más prominentes en nuestra imaginación que, digamos, un águila? Por cierto las águilas nunca nos han depredado. Y de ser así, nuestra fascinación por los reptiles, ¿surte de algo especial –de la activación de un módulo si se quiere – o surte acaso de los movimientos, o de la fisonomía de las culebras – su parecido con un palo (y aquí te invocamos, ¡oh Freud!) o de su parecido a un pene? ¿O será que se centra nuestra fijación en estas criaturas en el hecho de que matan a través de su veneno y no a través de mortales dentelladas como hace la mayoría de animales? ¿Por qué obcecarnos en la idea de que tenemos este miedo ancestral que data de la era prehistórica, cuando asesinaron a muchos de nuestros antepasados?

Hay veces en que sentimos que la teoría psicológico-evolutiva es más que nada el principio de una ciencia y no una ciencia en sí. Consideremos, por ejemplo, la interrogante mayor de cuál es el rol de la imaginación en nuestro proceso evolutivo. Pongamos que es hereditaria nuestra capacidad de imaginación. Muchos psicólogos evolutivos asumirían que dicha capacidad fue favorecida a través del proceso de selección natural y que por lo tanto nos ayuda a sobrevivir. Pero de igual modo puede ser que la imaginación no sea una adaptación a supuestas presiones evolutivas sino un resultado del hallazgo de simplemente haberse adaptado a su medio el ser humano. Bien pudiera ser que las presiones evolutivas favorecieron un proceso mental relacionado, como por ejemplo, la curiosidad, y puede ser que a raíz de esto la parte superior del cerebro (donde residen estas actividades mentales) produjo la imaginación como destreza. Esa parte del cerebro es como una profunda piscina de neuronas. Y como dice Stephen Kosslyn, un catedrático de psicología en la Universidad de Harvard, “si todo esto fue de hecho una meta clara de la selección evolutiva, eso ya es fuente de especulación para cualquier persona…”

Para ser justos, debemos de decir también que algo de crédito merecen los psicólogos evolutivos por preguntarse si es posible que complejos patrones de conducta sean transmitidos a través de un nexo genético-cultural, a pesar de que hasta ahora no existan las pruebas de que esto sea así. Esa premisa sigue siendo una carnada intelectual apetitosa. Lo que ellos necesitan para superar las trabas de sus propias teorías es el equivalente a lo que hallaron quienes – a principios del siglo XX – elaboraron las bases para entender cómo es que funcionan los genes, o por lo menos más y mejor ciencia que respalde a sus conclusiones.

De un enfoque similar podrían beneficiarse los Darwinistas Literarios.

Se beneficiarían mucho del estudio y de la observación de escritores y de lectores en un laboratorio para testimoniar qué partes del cerebro nos dirigen hacia nuestro gusto por la literatura, y cuáles son las implicaciones de la existencia de esa región del cerebro. Tales experimentos serían capaces de revelarnos cosas impresionantes. Por ejemplo hoy sabemos que la estructura del cerebro llamada hipocampo juega un papel importante en la elaboración de la memoria a largo plazo. Al hacer escaneos del cerebro de lectores utilizando Imágenes de Resonancias Magnéticas – IRMs - (o MRIs por sus siglas en Inglés) para observar el influjo sanguíneo en diferentes regiones del cerebro, quizá pudiéramos observar también cómo es que ciertas obras literarias estimulan o activan el hipocampo de dichos lectores. Esas obras que encienden más frecuentemente el hipocampo son las que la gente en definitiva termina recordando perpetuamente. Es así que estos exámenes de IRMs enfocados en el hipocampo de cualquier sujeto pudieran proveernos con los primeros trazos de una base científica, biológica, para sustentar la transitada noción de que Orgullo y prejuicio es un clásico y quizá también una verdadera justificación para el resto del canon literario.

Lo que podría ser más interesante aún es pensar en la posibilidad de que un día los escaneos cerebrales nos ayuden a entender el acto mismo de leer. “La lectura provoca un estado mental bastante peculiar,” dice Norman Holland, un profesor que dicta una cátedra sobre ciencias de el cerebro y la literatura en la Universidad de Florida en Gainesville. “Si te compenetras en una historia, en un cuento, empiezas a olvidarte de tu cuerpo; se te olvida el entorno en el que estás. Llegas a sentir emociones reales hacia los personajes.” ¿Por qué sucede esto? ¿Qué pasa en nuestras cabezas? ¿Estamos en un sueño, en un trance?

Edward Wilson me comentaba que tiene la convicción de que la neurobiología nos ayudará a confirmar muchos de los descubrimientos hechos por la psicología evolucionista, especialmente en lo que concierne a las humanidades, y para eso le hace un llamado a “cualquier neurobiólogo joven y con ambiciones, a cualquier psicólogo, o a cualquier escolasta de las humanidades.” Podrían convertirse en el Cristóbal Colón de la neurobiología, según él, y dice “si ahorita me dieran un millón de dólares para hacer algo, me empederniría sacando imágenes del cerebro.” De hecho, no siempre es necesario tener un millón de dólares para sustentar el trabajo porque los costos de la tecnología necesaria siguen bajando. Steven Pinker, un psicólogo cognitivo de la Universidad de Harvard, se atreve a decir que “dentro de cinco años todos los departamentos de psicología tendrán una máquina escaneadora en el sótano de sus facultades.” Con la ayuda de dicha tecnología Wilson dice que la ciencia y el estudio de la literatura se empalmarán en una “simbiosis mutua,” científica, dándole así al campo de la crítica literaria los principios fundacionales que hoy por hoy no posee.

David Sloan Wilson, el co-editor de El animal literario (que también es hijo del novelista Sloan Wilson), ve el potencial de “ese abrazo mutuo” desde otra perspectiva. “La literatura,” dice, “es la historia natural de nuestra especie,” y su diversidad es la prueba de que somos individuos y diversos. Por ejemplo en Orgullo y prejuicio nadie se inmuta al ver que en el comienzo del libro el primo hermano del padre de la señorita Bennet llega a la casa a proponerle nupcias. En el libro Moll Flanders de Daniel Defoe el personaje epónimo de la trama puede ver, por un lado, el incesto cometido con su hermano considerándolo como “la cosa más nauseabunda en la tierra,” y por el otro lado puede también decir que “no tiene mayores preocupaciones desde el punto de vista de su conciencia,” porque no sabía que eran parientes cuando se acostaron. Los seres humanos somos complejos, y los mejores libros sobre nosotros mismos también lo son. Por lo tanto, en vez de encasillar a la literatura, David Wilson dice que el Darwinismo Literario puede abrir aún más el campo de la psicología evolucionista.

De hecho, puede que ya haya logrado lo suyo. Pensemos en la psicología evolucionista. Es seductora y metafórica, encantadora e imaginativa. Da gusto entrar en ella. Toma añicos de información y de eso construye una visión del mundo. Nos convence de que comprendemos porqué es que las cosas pasan como pasan. Cuando llega al éxito, la psicología evolucionista nos impresiona con la elegancia y la economía de sus visiones, y cuando fracasa lo que nos entrega es la sensación de que el atrevido autor no supo qué hacer con tanta información. Puede ser verdadera, o tener partes que son verdaderas, y cuando te has topado con ella dejas de ver las cosas como lo hacías antes: casi tiene el grave poder de las conversiones sobre nosotros. Por lo tanto, ¿no ves el enorme parecido que tiene con la literatura?



FIN



Traducción de Ario E. Salazar. Colectivo Ala de Colibrí. Chalchuapa.
Sacado de La antología de los mejores artículos de ciencia “The Best American Science Writing, 2006.”

 

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