En
última instancia puede ser que el Darwinismo Literario nos enseñe
un poco menos sobre libros específicos y más sobre cuál es el
sentido, el punto preciso de por qué hacemos la literatura. La
pregunta entonces surge: ¿cuál ha de ser el punto de la literatura,
si es que ella no representa en sí una rareza nuestra que es inofensiva? A primera
vista nos puede parecer que leer es una reverenda pérdida de tiempo,
convirtiéndonos a todos en pequeñas versiones de Don Quijote,
enredados en nuestra imaginación a tal punto de que no sabemos
distinguir entre molinos de viento y supuestos gigantes. Estaríamos
mucho mejor si pasáramos mas tiempo copulando o arando nuestras
tierras. Los Darwinistas tienen la respuesta, o mejor dicho, tienen
muchas respuestas posibles. (A los Darwinistas Literarios les agrada
mucho la idea de múltiples respuestas, convencidos de que la mejor
respuesta se impondrá a las demás).
Una
de esas ideas es que la literatura es una reacción de defensa ante
la expansión de nuestra vida intelectual que tuvo lugar en el
momento en que empezamos a adquirir los fundamentos de una
inteligencia superior, hará cuestión de unos cuarenta mil años. En
ese momento –de súbito- el mundo le fue revelado al Homo
sapiens en
toda su alarmante complejidad. Al tomar viajes imaginativos que eran
al mismo tiempo ordenados logramos, como especie y en aquel entonces,
agenciarnos de la confianza necesaria para interpretar esta nueva
realidad, vastísima y densa. Otra teoría profesa que leer
literatura es una manera de estar siempre en forma, un ejercicio en
el juego de las posibilidades, en el reino aquel donde habita la
pregunta “¿y
qué pasaría si…?.”
O sea, si eres capaz de imaginarte la batalla entre griegos y
troyanos, entonces si
de repente te encontraras en
una pelea callejera tendrás una mejor posibilidad de ser el
victorioso. Otra teoría ve al acto de escribir como una sublimación
sexual. Es consabido que algunos escritores parecen estar
exhibiéndose, parecen estar provocando la situación que traerá una
pareja que los encuentre atractivos y vigorosos. En la película
intitulada “El
prestidigitador literario” (The
Ghost Writer, en Inglés), el narrador de Philip Roth plácidamente
le informa a otro escritor que “en
la Ciudad de Nueva York si has publicado siete libros no debes
conformarte a estar a gusto con una sola mujer. Con siete libros ya
te mereces por lo menos dos,” dice
el personaje. Hay otra teoría que dice que la literatura tiene como
función primordial el integrarnos a todos en una misma cultura. Los
psicólogos evolucionistas creen que las imaginaciones compartidas o
los mitos producen cohesión social, lo cual se transforma en ventaja
de supervivencia. Y una quinta idea propone que la literatura empezó
como un acto religioso, o como el intento de satisfacer una fantasía.
Por ejemplo: aseguramos el éxito de nuestra próxima cacería al dar
un recuento emocionante y detallado de la última que tuvimos.
Finalmente, puede ser que los miembros del sexo opuesto encuentren
tan atractivo, precisamente, la aparente inutilidad de la escritura.
Puede ser que, tal cual sucede con la cola tornasolada del pavo real,
la falta de utilidad concreta de la literatura nos conduzca a
especular que quien la practica goza de una excelente salud. Pone de
manifiesto que el escritor o la escritora en cuestión tiene
vitalidad hasta para tirar a la garduña.
Como
posición general, los Darwinistas Literarios colocan a la literatura
en una escala de valores donde no la hallamos como lujo ni como
añadidura, si no como algo que nos conecta a nuestra verdadera
sustancia de ser. Hay mucha exhuberancia en éste punto de vista, y
también mucha conjetura. Eso se debe a la parte inusual de la
biología evolucionista en el sentido de que no sólo pregunta “cómo”
funcionan las cosas, si no también “por qué” – y no el típico
“por qué” de explicaciones provincianas, como por ejemplo ¿por
qué es que el agua se congela a 32 grados Fahrenheit? si no que
indaga y profundiza, como cuando pregunta “por qué” ciertas
cosas existen (¿por qué desarrollamos un par de pulmones? ¿Por qué
estamos programados a sentir el amor? Etc.) No hay protocolos de
laboratorio para resolver éste tipo de incógnitas y de misterios
para los cuales las técnicas inductivas de la ciencia están
paupérrimamente preparadas a la hora de formular respuestas, de
manera tal que al final las conclusiones obtenidas por los biólogos
evolucionistas van más allá de lo que pudieran alcanzar sus propias
investigaciones.
Tomemos,
por ejemplo, el miedo humano por las serpientes. De acuerdo a Edward
Wilson, el miedo éste se remonta a los principios de la era
prehistórica, la etapa evolutiva en la que muchos de nuestros
ancestros murieron como resultado de las mordidas de culebras
venenosas. Aquellos que aprendieron a temerle a las víboras
resultaron sobrevivir en mayores números que aquellos otros,
descuidados. Este fue el período en el que los circuitos esenciales
del cerebro humano se estaban organizando, de modo que nuestro miedo,
ahora anacrónico pero impregnado en nuestra esencia genética, ya
superó la etapa para la que fue diseñado. Aún mucho después de
que las víboras dejaron de matarnos tan seguido, nuestro cerebro
sigue acordándose de cómo fue aquella experiencia. Al correr del
tiempo (dado que habíamos sido traumados cuando éramos más fáciles
de impresionar) las serpientes tomaron roles centrales en la vida de
nuestra imaginación. De ahí surte la protección que recibían los
reyes del antiguo Egipto bajo la tutela de Wadjet, la diosa en forma
de cobra, o el símbolo de Quetzalcóatl, el dios Maya y Azteca de la
muerte y la resurrección, y la fascinación de D.H. Lawrence cuando
un huésped no invitado por él “deslizó
su suave vientre amarillo y marrón parsimoniosamente” en
una de sus canaletas de agua.
Como
se puede apreciar esto de las culebras es una bonita historia
respaldada por algunos trazos de evidencia. Los niños tienen una
predisposición a temerle a las culebras que sólo necesita de uno o
dos encuentros con ellas para que se encienda. Ese miedo a veces se
queda a pesar de que sean superados muchos otros miedos generados en
la niñez. Y muchos primates, nuestros familiares más cercanos,
también tienen una predisposición –un potencial que puede ser muy
fácilmente encendido – de tenerle miedo a las culebras. Pero
todavía hace falta saber mucho, antes de que nos arrojemos a
asegurar que nuestra obsesión con las culebras es un ejemplo de eso
que Wilson llama, en su propia acuñación de la frase, “la
co-evolución de una cultura genética,” algo
en lo que descansa de sobremanera mucha de la teoría de la
psicología evolucionista, así como mucha de la teoría del
Darwinismo Literario.
Supongamos
que hay un módulo en el cerebro que se dedica a predisponernos a
temerle a las culebras. Bueno, hasta ahora ese módulo no ha sido
localizado. También carecemos de estadísticas concretas que nos
puedan revelar el número de muertes sucedidas en la prehistoria como
resultado de las mordidas venenosas de las víboras. Digamos que
supiéramos eso, aún así no sabríamos si ese número de muertes
sería significativo para engendrar una fobia, que por lo demás, y
por alguna razón inexplicable, cogió arraigo en nuestra mente hasta
manifestarse hoy día en la mente moderna, en vez de ir
desapareciendo conforme la selección evolutiva se iba llevando a
cabo, tal como se esperaría que una fobia inútil se comportara. Por
ejemplo, hoy día pudiera ser que la gente que ama a los reptiles
sean quienes se reproduzcan más que los ofidio-fóbicos, dado que la
carne de reptil es deliciosa y sus cueros se pueden vender por mucho
dinero; sin embargo carecemos de evidencias para sustentar este otro
patrón de conducta. Al mismo tiempo cabe preguntarse por qué hay
otros peligros aún mayores para los cuales nuestros ancestros no
desarrollaron ninguna fobia – hablemos por ejemplo de... el fuego.
Cuando
en nuestro análisis tratamos de evaluar la importancia de los mitos
que giran alrededor de los reptiles no queda más que asumir ciertas
cosas. Primero que nada, ¿son las serpientes más prominentes en
nuestra imaginación que, digamos, un águila? Por cierto las águilas
nunca nos han depredado. Y de ser así, nuestra fascinación por los
reptiles, ¿surte de algo especial –de la activación de un módulo
si se quiere – o surte acaso de los movimientos, o de la fisonomía
de las culebras – su parecido con un palo (y aquí te invocamos,
¡oh Freud!) o de su parecido a un pene? ¿O será que se centra
nuestra fijación en estas criaturas en el hecho de que matan a
través de su veneno y no a través de mortales dentelladas como hace
la mayoría de animales? ¿Por qué obcecarnos en la idea de que
tenemos este miedo ancestral que data de la era prehistórica, cuando
asesinaron a muchos de nuestros antepasados?
Hay
veces en que sentimos que la teoría psicológico-evolutiva es más
que nada el principio de una ciencia y no una ciencia en sí.
Consideremos, por ejemplo, la interrogante mayor de cuál es el rol
de la imaginación en nuestro proceso evolutivo. Pongamos que es
hereditaria nuestra capacidad de imaginación. Muchos psicólogos
evolutivos asumirían que dicha capacidad fue favorecida a través
del proceso de selección natural y que por lo tanto nos ayuda a
sobrevivir. Pero de igual modo puede ser que la imaginación no sea
una adaptación a supuestas presiones evolutivas sino un resultado
del hallazgo de simplemente haberse adaptado a su medio el ser
humano. Bien pudiera ser que las presiones evolutivas favorecieron un
proceso mental relacionado, como por ejemplo, la curiosidad, y puede
ser que a raíz de esto la parte superior del cerebro (donde residen
estas actividades mentales) produjo la imaginación como destreza.
Esa parte del cerebro es como una profunda piscina de neuronas. Y
como dice Stephen Kosslyn, un catedrático de psicología en la
Universidad de Harvard, “si
todo esto fue de hecho una meta clara de la selección evolutiva, eso
ya es fuente de especulación para cualquier persona…”
Para
ser justos, debemos de decir también que algo de crédito merecen
los psicólogos evolutivos por preguntarse si es posible que
complejos patrones de conducta sean transmitidos a través de un nexo
genético-cultural, a pesar de que hasta ahora no existan las pruebas
de que esto sea así. Esa premisa sigue siendo una carnada intelectual apetitosa.
Lo que ellos necesitan para superar las trabas de sus propias teorías
es el equivalente a lo que hallaron quienes – a principios del
siglo XX – elaboraron las bases para entender cómo es que
funcionan los genes, o por lo menos más y mejor ciencia que respalde
a sus conclusiones.
De
un enfoque similar podrían beneficiarse los Darwinistas Literarios.
Se
beneficiarían mucho del estudio y de la observación de escritores y
de lectores en un laboratorio para testimoniar qué partes del
cerebro nos dirigen hacia nuestro gusto por la literatura, y cuáles
son las implicaciones de la existencia de esa región del cerebro.
Tales experimentos serían capaces de revelarnos cosas
impresionantes. Por ejemplo hoy sabemos que la estructura del cerebro
llamada hipocampo juega un papel importante en la elaboración de la
memoria a largo plazo. Al hacer escaneos del cerebro de lectores
utilizando Imágenes de Resonancias Magnéticas – IRMs - (o MRIs
por
sus siglas en Inglés) para observar el influjo sanguíneo en
diferentes regiones del cerebro, quizá pudiéramos observar también
cómo es que ciertas obras literarias estimulan o activan el
hipocampo de dichos lectores. Esas obras que encienden más
frecuentemente el hipocampo son las que la gente en definitiva
termina recordando perpetuamente. Es así que estos exámenes de IRMs
enfocados en el hipocampo de cualquier sujeto pudieran proveernos con
los primeros trazos de una base científica, biológica, para
sustentar la transitada noción de que Orgullo
y prejuicio es
un clásico y quizá también una verdadera justificación para el
resto del canon literario.
Lo
que podría ser más interesante aún es pensar en la posibilidad de
que un día los escaneos cerebrales nos ayuden a entender el acto
mismo de leer. “La
lectura provoca un estado mental bastante peculiar,” dice
Norman Holland, un profesor que dicta una cátedra sobre ciencias de
el cerebro y la literatura en la Universidad de Florida en
Gainesville. “Si
te compenetras en una historia, en un cuento, empiezas a olvidarte de
tu cuerpo; se te olvida el entorno en el que estás. Llegas a sentir
emociones reales hacia los personajes.” ¿Por
qué sucede esto? ¿Qué pasa en nuestras cabezas? ¿Estamos en un
sueño, en un trance?
Edward
Wilson me comentaba que tiene la convicción de que la neurobiología
nos ayudará a confirmar muchos de los descubrimientos hechos por la
psicología evolucionista, especialmente en lo que concierne a las
humanidades, y para eso le hace un llamado a “cualquier
neurobiólogo joven y con ambiciones, a cualquier psicólogo, o a
cualquier escolasta de las humanidades.” Podrían
convertirse en el Cristóbal Colón de la neurobiología, según él,
y dice “si
ahorita me dieran un millón de dólares para hacer algo, me
empederniría sacando imágenes del cerebro.” De
hecho, no siempre es necesario tener un millón de dólares para
sustentar el trabajo porque los costos de la tecnología necesaria
siguen bajando. Steven Pinker, un psicólogo cognitivo de la
Universidad de Harvard, se atreve a decir que “dentro
de cinco años todos los departamentos de psicología tendrán una
máquina escaneadora en el sótano de sus facultades.” Con
la ayuda de dicha tecnología Wilson dice que la ciencia y el estudio
de la literatura se empalmarán en una “simbiosis mutua,”
científica, dándole así al campo de la crítica literaria los
principios fundacionales que hoy por hoy no posee.
David
Sloan Wilson, el co-editor de El
animal literario (que
también es hijo del novelista Sloan Wilson), ve el potencial de “ese
abrazo mutuo” desde otra perspectiva. “La
literatura,” dice,
“es
la historia natural de nuestra especie,” y
su diversidad es la prueba de que somos individuos y diversos. Por
ejemplo en Orgullo
y prejuicio nadie
se inmuta al ver que en el comienzo del libro el primo hermano del
padre de la señorita Bennet llega a la casa a proponerle nupcias. En
el libro Moll
Flanders de
Daniel Defoe el personaje epónimo de la trama puede ver, por un
lado, el incesto cometido con su hermano considerándolo como “la
cosa más nauseabunda en la tierra,” y
por el otro lado puede también decir que “no
tiene mayores preocupaciones desde el punto de vista de su
conciencia,” porque
no sabía que eran parientes cuando se acostaron. Los seres humanos
somos complejos, y los mejores libros sobre nosotros mismos también
lo son. Por lo tanto, en vez de encasillar a la literatura, David
Wilson dice que el Darwinismo Literario puede abrir aún más el
campo de la psicología evolucionista.
De
hecho, puede que ya haya logrado lo suyo. Pensemos en la psicología
evolucionista. Es seductora y metafórica, encantadora e imaginativa.
Da gusto entrar en ella. Toma añicos de información y de eso
construye una visión del mundo. Nos convence de que comprendemos
porqué es que las cosas pasan como pasan. Cuando llega al éxito, la
psicología evolucionista nos impresiona con la elegancia y la
economía de sus visiones, y cuando fracasa lo que nos entrega es la
sensación de que el atrevido autor no supo qué hacer con tanta
información. Puede ser verdadera, o tener partes que son verdaderas,
y cuando te has topado con ella dejas de ver las cosas como lo hacías
antes: casi tiene el grave poder de las conversiones sobre nosotros.
Por lo tanto, ¿no ves el enorme parecido que tiene con la
literatura?
FIN
Traducción
de Ario E. Salazar. Colectivo Ala de Colibrí. Chalchuapa.
Sacado
de La antología de los mejores artículos de ciencia “The
Best American Science Writing, 2006.”
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